Xinjiang, Infierno Distópico Chino
Berit Knudsen
Durante siglos, el pueblo uigur habitó Xinjiang, al noroeste de China, civilización con una cultura propia en Asia Central. De raíces túrquicas, religión musulmana suní y una lengua propia, cultivaron una vida comunitaria basada en la agricultura y el comercio en la Ruta de la Seda. Sus mezquitas fueron centro de vida religiosa y su música expresó la identidad de 20 millones de uigures.
En 1933 fundaron una efímera Turkestán Oriental, pero la Revolución de Mao en 1949 los anexó a la República Popular China. La vida para los uigures cambió en 2014, cuando el Partido Comunista Chino (PCCh) convirtió Xinjiang en “zona piloto para prevenir el extremismo”, eufemismo con el que disfrazaron el experimento de reingeniería social más grande del mundo. Intensificado en 2016, la región fue ocupada para convertir a los uigures en “ciudadanos obedientes”, según el molde ideológico de Pekín.
El PCCh intervino políticamente, desplegando un arsenal tecnológico y represivo que transformó lo que antes era tierra de diversidad cultural en epicentro de un modelo distópico de vigilancia total. Al menos un millón de uigures han sido detenidos en los “campos de reeducación”, según Naciones Unidas. No se trata de cárceles por delitos comunes, sino de centros de adoctrinamiento político, donde los detenidos sin cargos formales son forzados a renunciar a su lengua, religión y costumbres. Hablar uigur, orar en una mezquita, ayunar en Ramadán o usar velo islámico son signos de radicalización.
En los campos de reeducación se impone el mandarín como lengua, estudian los discursos de Xi Jinping, cantan himnos del Partido y visten al estilo han, etnia mayoritaria en China. La región entera es hoy un laboratorio de control social donde se ensayan métodos de vigilancia en ciudades cubiertas por cámaras de alta definición, reconocimiento facial, comunicaciones celulares monitoreadas, escáneres biométricos en lugares públicos, billeteras digitales y drones que patrullan las fronteras.
Se emplean algoritmos para clasificar a cada persona según su nivel de “confiabilidad política” y las conductas “anormales” devienen en arrestos inmediatos. La vida de los uigures es vigilada segundo a segundo y la libertad es considerada peligrosa.
Los experimentos en Xinjiang sirven para probar nuevos modelos que luego son replicados en otras ciudades, desarrollando ese “kit autoritario” chino que ha sido exportado a más de 60 países. Gobiernos de Asia, África y América Latina han adquirido los sistemas de vigilancia, reconocimiento facial, plataformas de monitoreo centralizado y software de inteligencia predictiva. Empresas como Huawei, ZTE o Hikvision, que operan en Xinjiang, han instalado sus tecnologías en ciudades como Belgrado, Quito o Harare. Los paquetes incluyen asesoría, entrenamiento policial, apoyo diplomático e incluso el gobierno chino suele donar equipos para pruebas y demostraciones.
Naciones Unidas ha presentado numerosos informes sobre las graves violaciones de derechos humanos, pero Pekín sortea las denuncias con los votos de numerosos aliados autoritarios. La narrativa china se centra en la “lucha contra el terrorismo” para neutralizar las críticas sobre derechos humanos, pero su modelo se expande con la bandera de la “no injerencia” y “soberanía digital”.
La tragedia humanitaria de Xinjiang refleja un futuro que amenaza con normalizarse, donde la identidad cultural es eliminada en nombre del orden, la singularidad es censurada y la libertad es sinónimo de caos. El poder se perpetúa con una represión invisible, vigilancia silenciosa y una obediencia programada.