Trump y Pekín, el negocio del poder
Berit Knudsen
La rivalidad comercial entre Estados Unidos y China, conocida como la “guerra económica del siglo”, dio un giro inesperado con el acuerdo recientemente anunciado entre Donald Trump y el gobierno chino. El mismo Trump que en abril de 2025 lanzó el “Día de la Liberación”, imponiendo aranceles generalizados del 10 % a socios comerciales y tarifas a China de hasta el 145 %, hoy aparece sonriente con funcionarios chinos anunciando un pacto económico que alivia tensiones.
El conflicto comenzó en 2018, cuando Trump aumentó aranceles para reducir el déficit comercial estadounidense con China, una audaz medida que se transformó en una espiral de represalias mutuas. China, dominante en la extracción y refinamiento de minerales críticos como las tierras raras, reaccionó restringiendo el suministro, mientras Estados Unidos respondió con mayores controles sobre tecnologías avanzadas, incluidos chips de inteligencia artificial fundamentales para el desarrollo chino.
La situación pareció calmarse en 2020 con el acuerdo inicial llamado “Fase Uno”, aunque China no cumplió plenamente los compromisos de compra asumidos, y muchos aranceles permanecieron vigentes. La tensión continuó durante el mandato de Biden, quien endureció los controles tecnológicos y convirtió la pugna comercial en una disputa estratégica por la supremacía tecnológica.
En abril de 2025, Trump regresó con el “Día de la Liberación”, una medida agresiva que provocó que China bloqueara exportaciones de minerales esenciales, afectando a industrias clave estadounidenses como la automotriz y la defensa, lo que incrementó precios y amenazó empleos. Ambas economías sufrieron las consecuencias. Trump necesitaba frenar la inflación y el encarecimiento interno, mientras China buscaba recuperar ingresos comerciales. Bajo esta presión, ambas potencias iniciaron negociaciones urgentes.
El acuerdo, firmado en Londres a finales de junio, no menciona asuntos ideológicos, derechos humanos ni temas geopolíticos sensibles como Taiwán o Hong Kong. Todo giró alrededor de aspectos económicos clave: la reanudación de las exportaciones chinas de minerales estratégicos; la relajación de restricciones estadounidenses sobre tecnologías no sensibles para producir chips y software aeronáutico; la facilitación de inversiones chinas en sectores energéticos no sensibles; así como la flexibilización de visados para estudiantes e investigadores. Además, se pactó una tregua de 18 meses durante la cual Estados Unidos aplicará tarifas de hasta el 55 % y China del 10 %, sin imponer nuevas tarifas ni restricciones adicionales.
Desde la perspectiva económica, se ha evitado una crisis industrial mayor. Los precios de productos estratégicos como baterías, vehículos eléctricos y equipos tecnológicos podrán estabilizarse, dando tranquilidad a los mercados. Ambas naciones ganan tiempo para fortalecer su producción interna sin presiones inmediatas.
Sin embargo, el pacto envía un mensaje preocupante: cuando dos potencias ignoran temas ideológicos a cambio de beneficios económicos inmediatos, se debilita la credibilidad en la defensa de la democracia y los derechos humanos. Países como Turquía, Nicaragua o Irán podrían interpretar que la presión occidental es negociable frente a intereses comerciales. Europa, además, queda marginada de estas negociaciones, debilitando la posición occidental ante China, Rusia y otros actores. El acuerdo fortalece un orden mundial basado exclusivamente en transacciones, dejando atrás valores compartidos y alianzas tradicionales.
El mayor riesgo es la fragilidad del pacto. No existen garantías reales de mantenerlo más allá del interés económico coyuntural. Cualquier crisis en Taiwán u otra zona sensible podría romper el acuerdo rápidamente, desatando caos económico global.
Trump y China evidencian que el poder internacional depende cada vez menos de ejércitos y más del control de recursos esenciales. Este enfoque transaccional implica un mundo volátil, con acuerdos que durarán solo mientras los beneficios superen a las pérdidas. La guerra comercial no terminó: simplemente se encuentra en una tregua temporal, demostrando que, en la política internacional actual, todo es negociable.