Trump, Musk y la Tecnopolítica
Berit Knudsen
El pleito entre Donald Trump y Elon Musk ocupa titulares, revelando una batalla entre egos: el presidente más disruptivo de Estados Unidos frente al empresario más influyente del mundo tecnológico. Pero el conflicto, más allá del espectáculo mediático, enfrenta un tipo de poder que podría dominar el siglo XXI.
Desde 1648, la soberanía nacional, el control territorial y la representación política se basaron en el modelo westfaliano, definiendo quién gobierna, parlamentos, impuestos, leyes, elecciones y el poder residiendo en el Estado. El estatismo clásico se convirtió en la base de la democracia moderna. Pero ese modelo está desgastado.
Desde Estados Unidos hasta Europa, pasando por América Latina, los Estados albergan costosas burocracias, deudas crecientes, sin capacidad de adaptación. La polarización y parálisis diluyen promesas, reformas y propuestas como la de Trump –menos impuestos y más deuda– que no resuelven la ineficiencia estatal estructural.
Ante un modelo tradicional agotado y sobreendeudado, surge el modelo tecnopolar o tecnopolítico, basado en plataformas, datos y decisiones privadas, eficaces, pero sin legitimidad democrática, rindiendo cuentas al accionista, no al ciudadano. Fundamentado en algoritmos y sistemas tecnológicos, acumulan un poder sin límites.
Trump y Musk representan el choque de esos modelos: estatismo clásico frente a una tecnocracia que podría funcionar, pero sin democracia. Este nuevo tipo de poder, corporativo y tecnológico, no necesita ganar elecciones para gobernar.
Empresas como Amazon, Google, Apple, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla –“Siete Magníficas”– manejan capitales y un poder geopolítico superior al de muchos países. Controlan plataformas, datos, satélites, inteligencia artificial, sistemas de pago y redes críticas de infraestructura. Pueden modelar el discurso público, condicionar decisiones políticas, redibujando prioridades estratégicas.
Elon Musk es ejemplo de esta transformación. Durante 130 días dirigió el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), recortando el gasto público en la administración Trump. Más que simple asesor, luchó contra el “deep state” (Estado profundo). Pero al romper con Trump, pasó de reformador a enemigo frontal, denunciando la ley fiscal de la Casa Blanca por populista y dispendiosa. Trump lo acusó de deslealtad, amenazando con cortar sus contratos con el Estado.
Más allá de la retórica, el tema de fondo es: ¿quién tiene más poder para influir en el destino de un país? ¿Un presidente elegido democráticamente o un empresario que controla las plataformas donde opinamos, compramos, votamos y nos informamos?
Musk no encaja en la figura del político clásico ni del magnate convencional. Su diagnóstico de Asperger, por él mismo revelado, explica su estilo directo, obsesivo y lógico, enfocado en soluciones técnicas más que en consecuencias políticas o sociales. Desde su perspectiva, el poder se ejerce con una visión funcional del mundo, perfil difícil de contener en marcos institucionales.
La democracia necesita equilibrios, consenso y rendición de cuentas. El liderazgo tecnocrático se rige por algoritmos, eficiencia y disrupción. Puede generar avances, pero también derivar en formas de autoritarismo sin rostro, envueltas en innovación.