América Latina en el tablero de las potencias
Berit Knudsen
América Latina atraviesa un momento histórico. Las dos potencias mundiales han puesto por escrito su visión sobre la región: Estados Unidos con su Estrategia de Seguridad Nacional y China con el Tercer Documento de Política hacia América Latina y el Caribe. No son documentos técnicos; son diagnósticos estratégicos que revelan cómo nos ven, qué esperan de nosotros y qué lugar ocupamos en la competencia desplegada en nuestras costas, puertos, cadenas logísticas y democracias debilitadas. Latinoamérica se convierte en territorio en disputa, transición que exige una lectura rigurosa de lo que dicen… y lo que no dicen.
La Estrategia de Seguridad Nacional de la administración Trump usa el lenguaje del poder, del interés nacional como protección de su territorio, el hemisferio como escudo estratégico y la amenaza china como desafío principal. Washington reconoce que su ausencia por veinticuatro años permitió que potencias extrahemisféricas ocuparan espacios desatendidos. La inseguridad transnacional, rutas de drogas, minería ilegal, puertos capturados, redes criminales, tráfico de personas y la creciente presencia China revelan que la seguridad de Estados Unidos no puede desvincularse de la seguridad de México, Panamá, Colombia o Perú. América Latina deja de ser “socio menor” convertido en pieza indispensable en su arquitectura de defensa. Sin ambigüedades: la prioridad es frenar el avance logístico y tecnológico chino, reconstruir alianzas en una región donde fronteras porosas y crimen organizado multiplican el riesgo.
El documento chino habla de solidaridad, desarrollo, civilización, paz y pueblos, conceptos amables para presentar a China como socio benevolente, ocultando los verdaderos objetivos estratégicos. No habla de democracia, transparencia, prensa libre ni controles institucionales. Ofrece cooperación, financiamiento rápido, infraestructura a gran escala y un “futuro compartido” sin condicionar modelos políticos, sin importar la corrupción, gobernanza o salvaguardas, sin mencionar disputas de poder. Pero la experiencia en las últimas décadas demuestra que esa retórica suavizada convive con un patrón aplicado en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina, donde la intensa penetración china aceleró el retroceso democrático, élites políticas consolidadas sin contrapesos, opacidad normalizada, infraestructura sin desarrollo humano.
El paralelo entre ambos documentos expone que Estados Unidos piensa en la región como frente de seguridad; China como corredor económico. Uno exige estándares democráticos; el otro evita mencionarlos. Uno ofrece protección; el otro recursos. Uno busca frenar avances extraterritoriales; el otro consolidarlos. En el choque entre potencias, el dilema latinoamericano es cómo convertir esta competencia en oportunidad sin caer en nuevas dependencias ni reproducir los vacíos institucionales que hicieron posible la expansión china.
La región no está obligada a elegir bando, pero sí a elegir lectura. Debe entender que el lenguaje del desarrollo que utiliza China tiene costos ya conocidos y que omitir deliberadamente valores democráticos es parte de su oferta. Debe comprender que el regreso estadounidense no corrige décadas de desatención y que la inseguridad, principal reclamo ciudadano, es consecuencia de la pobreza, falta de tecnología, exclusión educativa y debilidad estatal que ni China ni Estados Unidos logran resolver.
América Latina debe entender que será el escenario y no un simple espectador. Que la competencia entre Washington y Pekín puede ser una oportunidad para financiar infraestructura, tecnología y reforzar capacidades estatales. El riesgo que debe evitar son: democracias debilitadas, soberanía fragmentada, redes criminales consolidadas y gobiernos sin controles. La región debe proteger sus instituciones con la misma fuerza con la que busca inversiones. De lo contrario, será solo el tablero, no el actor que defina su futuro.









