Lo impensable normalizado sin cuestionar
Berit Knudsen
Por décadas, América Latina pareció avanzar en dirección contraria al autoritarismo. Tras las dictaduras militares del siglo XX, la región giró hacia la consolidación democrática, un equilibrio hoy cada vez más frágil. Temas inaceptables como el control del poder judicial, reelecciones indefinidas, represión del disenso o la criminalización del periodismo hoy se toleran, justifican e incluso celebran. El fenómeno no es casual o aislado, refleja un proceso sutil pero sistemático: normalización del autoritarismo con formas sofisticadas, populares y peligrosas.
Lo que presenciamos es un autoritarismo híbrido instalado con regímenes que conservan formas democráticas –elecciones, congresos, tribunales– vaciados de contenido, subordinados a un poder sin contrapesos. Esta transformación ha sido descrita por The Economist Intelligence Unit: la calidad democrática del mundo sigue retrocediendo, los regímenes autoritarios crecen en número y se radicalizan, volviéndose más cerrados, represivos e impermeables a la crítica internacional.
¿Cómo llegamos a este punto? La Ventana de Overton explica cómo ideas socialmente inaceptables pueden desplazarse con el tiempo. Nociones consideradas impensables se vuelven radicales, luego debatibles, siendo posteriormente aceptadas y convertidas en políticas públicas. El autoritarismo en América Latina no se impone con tanques ni golpes de Estado, sino por medio de narrativas cuidadosamente construidas, que presentan la concentración del poder como eficiencia, el control como orden y la disidencia como amenaza.
Potencias externas como China, Rusia e Irán influyen en América, acelerando y legitimando el giro autoritario, mediante alianzas con gobiernos que erosionan las instituciones democráticas. China ha establecido una fuerte penetración económica en Venezuela, Bolivia, Argentina y Perú, financia infraestructura sin exigencias, mientras incrementa su presencia institucional con acuerdos educativos y programas de formación que promueven su ideología.
Rusia apoya abiertamente a regímenes como Cuba, Nicaragua y Venezuela, con cooperación militar, propaganda estatal, ciberinteligencia y respaldo diplomático al discurso de “democracia soberana”. Irán expande su influencia con redes ideológicas, religiosas y de inteligencia en Venezuela, Nicaragua y Bolivia, promoviendo un discurso antioccidental que legitima el cierre del espacio cívico y el ataque a los derechos humanos como defensa cultural.
Estas potencias no imponen modelos por la fuerza, redefinen silenciosamente los márgenes de lo aceptable: una justicia subordinada al poder, derechos fundamentales que dependen de la lealtad ideológica y reelecciones perpetuas presentadas como expresión de soberanía.
El caso de El Salvador muestra cómo la ventana se desplaza sin que la sociedad lo perciba. Nayib Bukele desmontó el sistema de contrapesos, controla el Congreso, el Poder Judicial y los medios públicos bajo un régimen de excepción permanente. Lo preocupante no es la concentración del poder, sino el entusiasmo de la sociedad –cansada del crimen y la corrupción– que acepta esta fórmula. El populismo se disfraza de eficacia y, cuando se normaliza, es tarde para reaccionar.
No se necesita una dictadura para perder la libertad. Basta con acostumbrarse a pequeñas excepciones, justificar controles y guardar silencio ante cada retroceso. La tolerancia al autoritarismo estrecha el espacio democrático sin garantías de retorno. La libertad no desaparece de golpe. Se diluye entre justificaciones, excepciones y silencio. Al normalizar lo inaceptable, la democracia se convierte en una fachada sin contenido. Por ello, es necesario defender claramente sus límites: no todo lo que aparenta eficacia es legítimo. El autoritarismo no irrumpe con prepotencia explícita; se instala lentamente cuando dejamos de cuestionar.