La sustitución de los padres por el Estado
Michelle Molina Müller
Thomas Jefferson lo advirtió: “El precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Y sin embargo, la mayoría hemos bajado la guardia. Hemos dejado que nos arrebaten libertades sin disparar una sola bala, sin una sola protesta, y lo peor, sin darnos cuenta. Entre esas libertades silenciosamente secuestradas está una que determina el destino de las próximas generaciones: la libertad de enseñanza.
La educación no comienza en una escuela. Comienza en casa. Empieza con la madre que canta una canción de cuna, con el padre que explica por qué está mal mentir, con las conversaciones en la mesa, con los ejemplos diarios que transmiten valores. Es un derecho y un deber de los padres formar a sus hijos conforme a sus principios, creencias y visión de la vida. Esa es la verdadera educación, aquella que moldea el carácter antes que las habilidades técnicas.
Sin embargo, hoy ese derecho está siendo usurpado. La escuela, que debería ser un complemento de la familia, se ha convertido en su sustituto forzado. El Estado ha decidido que sabe mejor que los padres cómo criar a sus hijos, y bajo el disfraz de «educación moderna» y «estándares internacionales», ha llenado las aulas de contenidos ajenos y, en muchos casos, contrarios a los valores de las familias.
En Guatemala, por ejemplo, el Currículo Nacional Base (CNB) está plagado de materiales diseñados o financiados por organizaciones extranjeras como USAID. Entre estos contenidos se encuentra la imposición de la ideología de género, introducida en edades donde los niños no tienen madurez para discernir, arrebatándoles la inocencia y sembrando confusión. Así, es evidente que no se trata de educación, sino de ingeniería social, ejecutada de forma deliberada y sistemática.
Murray Rothbard (2019) describió este fenómeno:
«El efecto de esto, así como de todas las demás medidas, es reprimir cualquier tendencia al desarrollo de poderes de raciocinio e independencia individual, tratar de usurpar de varias maneras la función «educativa» (aparte de la instrucción formal) de la casa y los amigos y tratar de moldear a «todo el niño» de la forma deseada. Así, la «educación moderna» ha abandonado las funciones escolares de la instrucción formal para moldear toda la personalidad, tanto para obligar a la igualdad de enseñanza al nivel del menos educable, como para usurpar el papel educativo general del hogar y otras influencias en el mayor grado posible. Como nadie aceptaría la «comunización» abierta de los niños por el Estado, ni siquiera en la Rusia comunista, es evidente que el control del estado ha de lograrse de una forma más silenciosa y sutil» (12).
Rothbard no exagera. La escuela estatal moderna ha dejado de ser un espacio para transmitir conocimientos básicos y se ha convertido en un laboratorio de adoctrinamiento. La «educación del niño completo» que promueven los burócratas no es más que un eufemismo para intervenir en todas las áreas de su vida, dígase en su moral, su visión del mundo, sus relaciones, su sentido de identidad, etc. El objetivo no es que el niño piense, sino que obedezca; no que se cuestione, sino que repita.
Así, esto tiene una lógica clara, quien controla la mente de los niños controla la sociedad del mañana. Si el Estado logra modelar a cada generación en función de sus intereses, habrá asegurado una población dócil y conformista, incapaz de cuestionar las leyes injustas o de defender sus derechos.
La educación estatal obligatoria es un monopolio coercitivo. Naturalmente, como todo monopolio, produce baja calidad, altos costos y, en este caso, un producto final defectuoso: ciudadanos dependientes y acríticos. La supuesta «igualdad» que se busca es en realidad igualar hacia abajo, nivelando a todos al grado del menos capaz, sacrificando la excelencia en nombre de la uniformidad.
Los padres deben entender que este no es un debate académico o una diferencia pedagógica, sino un campo de batalla cultural y moral. El Estado no está simplemente enseñando matemáticas o historia; está moldeando creencias, valores y actitudes. Está teniendo en sus manos la decisión de qué es «aceptable» pensar y qué no. Lo más grave es que lo está haciendo sin pedir permiso, muchas veces sin que los padres se enteren de lo que se enseña en las aulas.
Recuperar la libertad de enseñanza no significa abandonar la educación formal, sino restituir a los padres el control sobre ella. Significa que la familia decide el currículo, el método, los valores y los contenidos. Significa que el Estado deja de imponer y pasa, en todo caso, a garantizar que nadie interfiera con el derecho de los padres a educar. Si dejamos de vigilar, otros decidirán por nosotros, y en este caso, decidirán por nuestros hijos. Así, cuando un padre pierde el derecho a educar, no solo pierde un privilegio; pierde la herramienta más poderosa para forjar individuos libres.
No debemos olvidar que la verdadera resistencia comienza en casa con padres presentes, informados y dispuestos a desafiar la imposición estatal. No se trata de pedir permiso, sino de ejercer un derecho que ninguna ley, ministerio u organismo internacional puede legítimamente quitar. Porque la educación de un hijo es una misión irrenunciable, y quien la delega al Estado, entrega no solo el futuro del niño, sino el futuro de la libertad misma.
Referencias
GuateLibre. 2025. «El CNB en Guatemala: educación centralizada al servicio de agendas ideológicas internacionales», GuateLibre, acceso el 11 de agosto de 2025, https://goo.su/Zyf9I.
Rothbard, Murray N. 2019. Educación: Libre y Obligatoria. Alabama: Mises Institute.
