Guerras modernas, entre precisión y sufrimiento
Berit Knudsen
Las guerras modernas se libran en laboratorios, fábricas y plataformas digitales, donde la sofisticación tecnológica marca la diferencia entre precisión estratégica y destrucción masiva. Dos armas opuestas en forma, pero igualmente peligrosas, muestran cómo los avances militares atraviesan los límites de la guerra: los misiles GBU-57 estadounidenses y los drones Shahed-136 empleados por Rusia con tecnología iraní.
Estados Unidos ejecutó la operación Midnight Hammer contra instalaciones nucleares iraníes, enterradas a 100 metros de profundidad, utilizando misiles GBU-57A/B, proyectil de 13 toneladas capaz de perforar búnkeres (corrige “bunkers”) a 60 metros de profundidad antes de detonar. Según The Wall Street Journal (2013), el desarrollo costó 500 millones de dólares, fabricando 20 unidades. Su objetivo principal: destruir complejos como la planta nuclear de Fordow en Irán, protegida bajo una montaña. Los misiles fueron lanzados desde aviones bombarderos B-2 Spirit, invisibles a los radares para evadir sistemas de defensa.
Este poder destructivo, que se aproxima al umbral nuclear por su capacidad de devastación selectiva, plantea interrogantes estratégicos y éticos: ¿qué límites impone una tecnología tan precisa como letal? ¿Su poder de disuasión puede desencadenar una nueva carrera armamentista?
En el extremo opuesto del espectro tecnológico está el dron Shahed-136, desarrollado por Irán, ensamblado en Rusia y desplegado contra Ucrania bajo el nombre Geran-2. Con un costo estimado entre 20.000 y 30.000 dólares, puede recorrer 2.000 km hacia su objetivo. Pero la verdadera amenaza es su carga explosiva: ojivas termobáricas o incendiarias que amplifican el daño en entornos urbanos, según el Conflict Armament Research.
Conocidas como bombas de vacío, dispersan un aerosol explosivo que absorbe el oxígeno, generando una onda de presión que causa asfixia, colapso pulmonar y estallido de órganos blandos. El Shahed-136, especialmente letal en espacios cerrados, es usado por Rusia contra infraestructura civil, hospitales, redes eléctricas y zonas residenciales.
El poder destructivo, función estratégica y accesibilidad de ambas armas es distinto. El misil antibúnker tiene capacidades tecnológicas costosas, limitadas a potencias avanzadas; el dron ruso-iraní es económico, masivo, fácilmente exportable. Uno simboliza una amenaza remota y calculada desde las alturas, el otro industrializa el sufrimiento humano al ras del suelo.
El desarrollo de drones autónomos con IA para ataques quirúrgicos genera dilemas éticos al reducir la supervisión humana en decisiones letales. Pero no es comparable el ataque de Ucrania contra la base rusa de Marinovka con drones Gogol M, que destruyeron cazas Su-34 sin bajas civiles, o misiones contra bases aéreas y depósitos logísticos.
El vacío legal es evidente. Ni las ojivas termobáricas ni los drones suicidas con navegación autónoma están expresamente regulados. Los Convenios de Ginebra prohíben el sufrimiento innecesario o ataques indiscriminados a civiles, pero no contemplan nuevas tecnologías como ojivas de vacío o sistemas autónomos letales.
Así, mientras la tecnología militar avanza, la legislación internacional queda rezagada. Estas armas, en manos de regímenes autoritarios que no respetan los derechos y libertades de sus propios ciudadanos, multiplican la amenaza, porque quienes limitan las garantías dentro de sus fronteras difícilmente mostrarán contención frente a un enemigo extranjero, aunque sean civiles.
Las armas más destructivas no son solo poderosas, también pueden ser accesibles. Una bomba de 500 millones puede perforar una montaña. Un dron de 20.000 puede colapsar un pulmón. Y mientras el mundo observa, las guerras se reinventan, pero los principios que las debieran contener están paralizados.