Entre likes y legitimidad: la crisis ética de la abogacía digital en Guatemala
Por: Lesther Castellanos Rodas
Si el ejercicio de la abogacía en Guatemala dependiera del número de seguidores en TikTok, no estaríamos lejos de ver tribunales reemplazando las audiencias por transmisiones en vivo, con efectos de sonido y encuestas interactivas. De hecho, en cierta medida, esto ya ocurre, impulsado por la influencia de USAID y el activismo político de ciertos medios de comunicación.
Una profesión milenaria, fundada en el rigor y el conocimiento, se ha convertido en un espectáculo digital donde el marketing personal pesa más que la solidez jurídica, y donde algunos abogados parecen más preocupados por volverse virales que por ejercer con dignidad. (incluso siendo sindicados).
La tragedia de este fenómeno no es la modernización en sí misma. No se trata de rechazar la tecnología ni de negar la utilidad de las redes sociales para divulgar conocimiento jurídico. Al contrario, acercar el derecho a la gente es positivo. El problema es que, en el afán de hacer “accesible” la profesión, algunos la han infantilizado hasta el punto de convertirla en una parodia. Videos con coreografías, gestos exagerados y música de fondo buscan explicar normas complejas como si fueran recetas de cocina, y en ese intento de ser didácticos, pierden lo esencial: el análisis serio, la precisión y la responsabilidad.
Pero esto no termina ahí. Detrás de la fachada del abogado influencer que “enseña derecho” con lenguaje simple, hay un fenómeno aún más preocupante: el uso de esta plataforma para un activismo político disfrazado de pedagogía legal. En Guatemala, una parte de estos abogados de redes sociales ha pasado de dar consejos jurídicos a hacer propaganda ideológica, utilizando su popularidad para promover agendas que poco tienen que ver con la justicia y mucho con el adoctrinamiento. Ya no se limitan a hablar de leyes; ahora dictan discursos políticos, atacan a instituciones y manipulan la opinión pública con medias verdades, todo mientras juegan a ser los defensores de la ética y la transparencia.
El fenómeno es aún más absurdo cuando se analiza su filiación ideológica. Muchos de estos abogados tiktokers han adoptado una postura de izquierda socialista, disfrazando su militancia partidaria como una cruzada por los derechos humanos y la democracia. Se presentan como los paladines de la justicia, pero en el fondo son operadores políticos que utilizan su alcance digital para promover narrativas convenientes. No buscan fortalecer el Estado Constitucional de Derecho, sino moldearlo según su conveniencia, convirtiendo la legalidad en un instrumento de lucha partidaria.
En un país donde el sistema de justicia ya enfrenta desafíos estructurales, esta tendencia solo agrava el problema. La percepción de la abogacía se trivializa, los conceptos jurídicos se distorsionan, y la sociedad empieza a creer que la justicia no es más que otro entretenimiento viral. Peor aún, la línea entre el abogado y el activista se desdibuja, generando una peligrosa confusión en la opinión pública: ¿Son juristas comprometidos con la verdad o simplemente influencers con una agenda política?
Aquí es donde el Tribunal de Honor del Colegio de Abogados y Notarios de Guatemala debería entrar en acción. Pero, como de costumbre, brilla por su ausencia. En teoría, este órgano existe para preservar la ética de la profesión, pero su inacción permite que la abogacía se degrade sin consecuencias. Mientras los abogados influencers convierten el derecho en un show de redes sociales y una plataforma de activismo político, el Tribunal de Honor se limita a ser un espectador pasivo, más preocupado por el formalismo burocrático que por la defensa de la seriedad y la independencia de la profesión.
Regular no es censurar. Exigir ética no es estar en contra de la modernización. Lo que se necesita es una regulación clara y efectiva sobre el uso del derecho en plataformas digitales, estableciendo límites para evitar que el conocimiento jurídico sea manipulado con fines políticos y populistas. No se trata de apagar la creatividad, sino de impedir que la abogacía pierda su esencia y se convierta en un circo donde la popularidad sustituya la preparación, y donde el activismo partidario suplante la búsqueda de la justicia.
La modernización del derecho es inevitable y necesaria, pero no a costa de su degradación. Guatemala no necesita abogados influencers que jueguen a ser estrellas de las redes sociales mientras impulsan su agenda ideológica. Necesita juristas que ejerzan con responsabilidad, conocimiento y, sobre todo, con un compromiso real con la justicia, no con la viralidad.
No podemos darnos el lujo de subestimar el fenómeno de los abogados influencers como una moda pasajera. No se trata simplemente de una generación de juristas con carisma digital, sino de una transformación más profunda en el ejercicio de la abogacía, impulsada por la inmediatez y el apetito insaciable de las redes sociales. Sin embargo, la pregunta esencial sigue en pie: ¿Estamos presenciando una evolución legítima de la profesión o una lenta pero inexorable degradación de su esencia?
Si la tendencia sigue este rumbo, ciertos ámbitos de la profesión podrían no solo transformarse, sino incluso desaparecer. La consultoría legal tradicional, basada en el estudio serio de cada caso, corre el riesgo de ser reemplazada por modelos automatizados o por la superficialidad de consejos generalizados en redes. Mientras tanto, los litigios complejos seguirán requiriendo abogados altamente preparados, aunque con una diferencia fundamental: su prestigio ya no se construirá sobre sus logros en tribunales, sino en su habilidad para venderse como figuras públicas.
Esto me recuerda Jueces Eléctricos, del mexicano Miguel Bonilla, quien tuvo la gentileza de obsequiarme un ejemplar. Con maestría, su pluma nos sumerge en una distopía jurídica donde los juicios son conducidos por robots, eliminando por completo la necesidad de abogados bajo el pretexto de agilizar los procesos y evitar errores humanos. Sin embargo, este avance tecnológico despoja a la justicia de su esencia: la sana crítica, el sentido común y, en palabras de San Agustín, la misericordia que la hace verdaderamente justa.
San Agustín, uno de los grandes filósofos del derecho, dejó una huella indeleble en la historia de la filosofía jurídica al concebir la justicia como un equilibrio entre la ley y la moral, donde la misericordia no es un simple matiz, sino un pilar fundamental.
Lo que antes parecía ciencia ficción ahora se asoma peligrosamente en el horizonte, con un derecho reducido a algoritmos y frases prefabricadas, perdiendo su esencia humanista y su capacidad de adaptación a la realidad social. En este sentido, tanto Bonilla como Isaac Asimov, con su icónica Yo, robot (publicada en 1950 y llevada al cine en 2004), parecen haber anticipado con precisión quirúrgica los dilemas que hoy enfrenta el derecho. Como auténticos gurús al estilo de Nostradamus, sus obras reflejan con inquietante exactitud cómo la tecnificación extrema amenaza con desplazar la dimensión humana de la justicia, sustituyéndola por códigos rígidos y decisiones mecánicas incapaces de comprender la complejidad de la naturaleza humana.
Lo más probable es que la abogacía termine dividiéndose en dos corrientes: i) una que mantendrá la rigurosidad, la ética y la profundidad en el ejercicio del derecho, y otra que ii) optará por modelos más masivos y comerciales, con abogados convertidos en influencers que venden asesoría legal con el mismo entusiasmo con el que se promociona una marca de ropa. La segunda opción puede generar oportunidades, pero plantea una pregunta inquietante: ¿A qué costo?
Porque, al final, más que desaparecer, la abogacía está mutando. Y la gran cuestión no es si esta transformación es inevitable, sino si nos llevará a un modelo de ejercicio profesional más eficiente o si, por el contrario, reducirá la profesión a un mero espectáculo. Si la justicia se convierte en un show de redes sociales, entonces lo que está en juego no es solo el prestigio de la abogacía, sino la credibilidad misma del sistema jurídico.