El aplauso de los caníbales
Javier Payeras
Los aplausos son expresiones primitivas para llamar a los espíritus de vuelta al cuerpo del genio extenuado. Plaudite es la palabra latina oculta detrás de la etimología de esta acción tan elemental como simbólica. “Arrancó los aplausos de un público agradecido”, es uno de los más timoratos lugares comunes que usan los periodistas de la sección de espectáculos. Ovación de pie es la respuesta más común ante la emoción extática, pero de corto plazo, que nos ofrece un “instante eterno”.
Pero el aplauso surgió con los tiranos, Roma tenía determinada la duración ensordecedora que bañaría a sus césares o a sus generales. La masa estaba para azotar sus palmas una contra otra hasta convertirla en un sonido parecido al del oleaje del mar. ¿Pueden imaginarse lo que sintieron estos déspotas al ver esas plazas inmensas llenas de fans (voluntarios o no) vitoreando su sobredimensionada humanidad? Las plazas eran grandes, porque eran precisamente para que el fandom intercambiara su devoción, de la misma forma fueron pensados los estadios y los teatros de la antigüedad.
Es curioso que la continuidad de los dictadores ególatras y sus obsesos seguidores sea tan vigente como hace 2,300 años. El deportista y el artista robaron esta tradición celebratoria de la supremacía de la fama sobre el talento. El culto a la personalidad se desplazó a otros espacios… donde hay un escenario hay ovación o abucheo.
Encontrar la gloria en la gratificación inmediata puede que sea una de las cosas que nos obsesionan. Sentir el desprecio o la aceptación nos quita el sueño a todos desde que dejamos de ser anónimos y subimos nuestra primera fotografía en las redes sociales. Hoy el rechazo puede orillarnos al suicidio, es difícil sobrevivir al linchamiento de la mass media que adora el escrache y la cancelación. El Tao Te King dice que, si uno quiere destruir algo, es necesario elevarlo primero y luego dejarlo caer, por eso es de sabios retirarse cuando el trabajo está terminado, antes que otros nos derroten dándonos la gloria efímera de ser admirados. Sin embargo, en una era en la que el stress y el placer están privatizados, anida La Peste de la ceguera voluntaria, que nos facilita sobrevivir sin pensar hasta concluir el mes. Tenemos laix o tenemos no laix, esa es la cuestión, el proceso de muerte cerebral inició con la necesidad de esa hormona azucarada que le da un don nadie a otro don nadie dentro de la pantalla del teléfono. Creemos que nuestras opiniones incendiarias y populares harán la revolución; creemos que nuestro rostro rebajado con filtros es fundamental para nuestra identidad o que la gente muere de envidia al vernos trabajando en el gimnasio.
Antonin Artaud tenía razón al decir que El dolor es la única realidad concreta en la vida de un actor. Pero el escenario se ha desplazado a la pantalla donde somos caníbales, pero también donde somos carne cruda. Fingimos para mantenernos batallando en un anfiteatro de 15 centímetros en diagonal, esa es la medida de la pantalla de un móvil y lo que queda de nuestra vida espera, acaso esa recompensa del aplauso silencioso o la ovación de pie, la del público, amantes, hijos, parejas, amigos… El mundo se hace cada día más complicado a partir de la democracia del criterio, el mundo se derrumba y estamos viendo al fondo de un cuadro luminoso la tan esperada victoria sobre el olvido.