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Lesther Castellanos

Lesther Castellanos

Definirse o engañarse: el dilema de la identidad en tiempos de autoayuda

11 de julio de 2025/en Opinión/por Lesther Castellanos

Por: Lesther Castellanos Rodas

Vivimos en la era del espejo roto. Una época en la que cada quien se define según lo que quiere ver, no según lo que realmente es. En un mundo saturado de gurús de la autoayuda, influencers de cartón piedra y pastores del algoritmo, la búsqueda de identidad se ha convertido en un espectáculo de humo y luces, más que en una reflexión profunda sobre quiénes somos.

Definirnos se ha vuelto un acto de consumo. Hay quien se define a sí mismo según el último podcast motivacional, quien compra su identidad en una librería de autoayuda o quien la encuentra en alguna corriente filosófica adaptada a memes y reels de treinta segundos. Algunos se aferran al estoicismo como salvavidas emocional; otros, al hedonismo como excusa. Y muchos más encuentran paz, o su espejismo, en motivadores personales, sacerdotes de TikTok o libros de budismo que jamás entendieron pero que suenan “profundos”.

Lo que se ignora en medio de este barullo es que no nos definimos por lo que decimos ser, sino por lo que realmente hacemos. Nuestras decisiones, elecciones y actos, especialmente los cotidianos, los que no tienen aplausos ni filtros, son la verdadera radiografía de nuestra identidad. Las palabras pueden acompañar esa verdad, pero no sustituirla. Son un complemento, nunca el fundamento.

El problema, claro, es el sesgo de confirmación. Ese enemigo silencioso que todos llevamos dentro. Nos fascina tener la razón, incluso cuando eso nos arrastra directo al abismo. Nuestro cerebro, tan complejo como terco, busca desesperadamente cualquier señal que valide lo que ya creemos. Y en esa búsqueda, casi desesperada, desechamos todo lo que no encaje en nuestro rompecabezas emocional. Ignoramos los datos incómodos, evitamos las verdades que incomodan, nos tapamos los oídos ante cualquier evidencia que contradiga la imagen que tenemos de nosotros mismos.

Este mecanismo psicológico termina moldeando nuestra idiosincrasia. Todos somos políticos, aunque lo neguemos, porque todos tenemos una visión del mundo, un modo de interpretar lo que es justo o injusto, correcto o erróneo. Lo irónico es que, mientras más negamos tener una ideología, más evidente se vuelve en nuestras acciones. Como dice la sabiduría popular: no escuches lo que alguien dice, observa lo que hace. Ahí está la verdad.

Y sí, nos autoengañamos. Nos saboteamos. Preferimos la comodidad de una identidad fabricada que el doloroso proceso de descubrir quiénes somos en realidad. Hay mujeres, por ejemplo, que arruinan relaciones estables y amorosas porque arrastran creencias absurdas sobre que “todos los hombres son iguales”, o porque repiten inconscientemente patrones de abandono que aprendieron en la infancia. Hombres que destruyen su futuro por miedo al compromiso, por orgullo mal entendido o por la cobardía de no confrontar sus propios vacíos. Personas que renuncian a oportunidades de crecimiento profesional porque, en el fondo, no creen merecerlas.

Y en política, el resentimiento ha sido históricamente el caldo de cultivo de la ideología de izquierda. No se trata de una crítica ligera, sino de una constatación: la izquierda radical se alimenta de la envidia hacia quien tiene más capacidad, del odio disfrazado de justicia social, del discurso de víctima perpetua que nunca se responsabiliza de sus decisiones. Todo es culpa del sistema, del “imperio”, de los empresarios, de los ricos, de la historia. Nunca de uno mismo.

Y en medio de todo esto, muchos han encontrado una respuesta, o mejor dicho, un engaño, en los derechos humanos mal entendidos, en la ideología de la agenda woke, en ese divisionismo barato que etiqueta a las personas en categorías planas: buenos y malos, mujeres y hombres, inteligentes y tontos, ricos y pobres, guapos y feos, gordos y flacos, opresores y oprimidos. Es un juego narrativo, emocional y fácil de digerir. Funciona porque apela al ego, a la victimización y a la necesidad humana de tener un enemigo externo.

Hoy es común ver jóvenes que jamás han trabajado un solo día en su vida, hablando de “privilegios” como si la historia les debiera algo, reclamando reparaciones simbólicas, apropiaciones culturales o supuestas opresiones estructurales desde el sofá, con el celular más caro del mercado en la mano. Es la era de la protesta sin causa y del orgullo sin mérito.

La envidia, esa emoción tan reprimida como universal, es otra evidencia de que no nos definimos desde la verdad sino desde lo que nos gustaría que fuera cierto. En vez de admirar y emular al que triunfa, lo atacamos, lo difamamos o simplemente lo ignoramos para no confrontar nuestra mediocridad. Es más fácil odiar que aceptar que hay gente que se ha esforzado más, que ha tomado mejores decisiones, que tiene más carácter o que simplemente tiene más capacidad.

Y es que lo que más nos aterra no es nuestra oscuridad. No. Lo que realmente nos atemoriza es nuestra propia luz. Nuestro verdadero potencial. Porque si reconociéramos lo capaces que somos, ya no tendríamos excusas. Ya no podríamos culpar a nadie más. Tendríamos que hacernos cargo de nosotros mismos y eso, en una sociedad adicta al autoengaño, es casi un acto revolucionario.

Las encrucijadas de la vida, por lo general, presentan dos caminos: el correcto, difícil, áspero, lleno de sacrificios, y el fácil, rápido, popular y superficial. La mayoría, tristemente, elige el segundo. No por ignorancia, sino por falta de carácter. Porque el carácter no se construye con frases de calendario, sino con disciplina, con coherencia, con la humildad brutal de revisar nuestras decisiones y corregir el rumbo si hace falta.

Aceptar que hemos estado equivocados es uno de los actos más difíciles y valientes que existen. No es casual que casi nadie lo haga. Porque decir “me equivoqué” es aceptar que fallamos, que no fuimos tan sabios, que no teníamos razón. Y más difícil aún es agregar la parte honesta: “me equivoqué porque fui un pendejo, porque había algo roto en mí y no lo había visto”.

En tiempos donde la apariencia es más importante que la esencia, la verdadera revolución está en dejar de fingir. En asumirnos humanos, falibles, contradictorios. En dejar de seguir discursos hechos a medida y empezar a revisar nuestras acciones con sinceridad. Definirnos no es repetir frases motivacionales; es aceptar lo que somos con la crudeza de la realidad y, desde ahí, comenzar a construir algo más auténtico.

Porque al final, como dijo Nietzsche, no hay hechos, sólo interpretaciones. Pero también, como nos recuerda la vida, no hay identidad sin verdad.

Etiquetas: identidad, reflexiones
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