Conflicto India-Pakistán, religión, territorio y agua
Por Berit Knudsen
El 6 de mayo India lanzó su mayor ofensiva aérea contra Pakistán en medio siglo, bombardeando supuestos campamentos terroristas en Cachemira y Punjab. Los ataques fueron en respuesta al atentado del 22 de abril en Pahalgam (Cachemira india), donde 26 turistas hindúes murieron a manos del Frente de Resistencia, vinculado a militantes islamistas en Pakistán. Islamabad denunció la agresión contra civiles y prometió represalias “en el momento y lugar de su elección”.
La escalada reaviva una disputa estructural originada con la partición del Raj británico en 1947. India y Pakistán han combatido en cuatro guerras (1947, 1965, 1971 y 1999), con múltiples conflictos menores, con Cachemira –de mayoría musulmana y administración india–, como epicentro. Estas incluyeron ataques “quirúrgicos” en 2016, intercambios de fuego prolongado en 2017 y bombardeos en 2019, por tensiones étnico-religiosas, nacionalismo, con actores armados no estatales.
Desde 1998 ambos países se convirtieron en estados nucleares. India, quinta potencia militar global practica la doctrina nuclear de No First Use (no usar primero), mientras Pakistán desarrolló armas nucleares tácticas como elemento disuasivo ante una inferioridad militar de diez a uno. Se estima que India posee 180 armas nucleares y Pakistán 170, no desplegadas en vectores operativos. El equilibrio estratégico se sostiene sobre la base de una frágil “disuasión mutua”.
La ofensiva india en mayo incluyó misiles SCALP y bombas guiadas Hammer lanzadas desde cazas Rafale franceses. Pakistán asegura haber derribado cinco aviones indios, sin confirmar. Ambos bandos intercambiaron fuego de artillería en la Línea de Control, con 31 civiles muertos en Pakistán y 13 en India.
Pero el mayor peligro es el agua. India suspendió unilateralmente el Tratado del Indo (1960), que regula el reparto del caudal de los ríos del Himalaya. El Indo nace en el Tíbet controlado por China, fluye por India y atraviesa Pakistán, surtiendo el 75% del agua para producción agrícola e hidroeléctrica. India liberó aguas desde la represa de Uri el 27 de abril, provocando graves inundaciones en Pakistán. Aunque India carece de capacidad técnica para cortar completamente el flujo, lo manipula causando daños civiles y económicos.
En respuesta, Pakistán cerró su espacio aéreo, suspendiendo el Acuerdo de Shímala firmado tras la guerra de 1971, eliminando el marco bilateral de no agresión. Ello deja un vacío diplomático sin mecanismos de contención, peligroso escenario que intensifica las hostilidades.
El conflicto se desarrolla en un entorno internacional desentendido. Trump, aliado de India, expresó poco interés, minimizando el conflicto al decir que “han estado peleando por siglos” y su administración no ha nombrado embajadores en la región. Pero China observa con atención: ha invertido 25 mil millones de dólares en el Corredor Económico China-Pakistán (CPEC), controlando el nacimiento del río Indo en el Tíbet. En 2017 usó el agua como presión estratégica, bloqueando datos hidrológicos del Brahmaputra durante un conflicto con India.
A pesar del intercambio de fuego y amenazas cruzadas, es probable una contención armada, como en Kargil en 1999 o los enfrentamientos de 2017. Pero la disuasión nuclear no garantizará estabilidad si alguno de los actores pierde control político o militar; además del agua agregando una dimensión “no convencional” de efectos imprevisibles.
Este conflicto estructural no puede interpretarse solo en clave territorial o identitaria, es una lucha por recursos y poder regional, donde misiles y represas presentan el mismo peso estratégico. Con una diplomacia global debilitada y potencias ocupadas en otros frentes, el subcontinente indio es un escenario de guerra que nadie quiere, pero que podría estallar ante cualquier error, inundación o provocación, cruzando el umbral nuclear.