Cárceles: el corazón de la violencia o el inicio de la solución
Por Lesther Castellanos Rodas
Guatemala vive con miedo. Todos conocemos a alguien que ha sido víctima de una extorsión, un robo, un secuestro o un asesinato. La mayoría cree que el problema está en las calles, pero la verdad es más dura: gran parte de esta violencia se ordena desde las cárceles. El Estado, en lugar de neutralizar el crimen, lo ha permitido desde sus propios centros de detención. Y lo más grave: durante años lo advertimos… y no escucharon.
Hoy nuestro sistema penitenciario es un caos institucional. Nueve cárceles siguen controladas por la Policía Nacional Civil, a pesar de que la Constitución y la Ley del Sistema Penitenciario lo prohíben, sin menoscabo que un polícia asignado a una de estas cárceles, significa un policía menos en las calles para la seguridad ciudadana. Conviven tres modelos distintos (PNC, viejo modelo y nuevo modelo), lo que genera vacíos legales, desorden administrativo y corrupción. No hay separación entre procesados y sentenciados porque nunca se construyeron las cárceles preventivas por departamento ni las de condena por región, una deuda histórica de todos los gobiernos. Y cuando no hay orden, el crimen ocupa el vacío.
El resultado es conocido: extorsiones que salen de prisión, ingresos ilegales, privilegios para líderes criminales y la famosa “talacha”, el impuesto interno que demuestra que quien manda no es el Estado, sino los reos. Esto ocurre porque el Sistema Penitenciario sigue subordinado al Ministerio de Gobernación y no tiene autonomía real ni carrera profesional. Mientras el sistema siga siendo rehén político, seguirá siendo cómplice del crimen.
Pero el problema más peligroso no es solo legal o administrativo: es político. En muchas cárceles guatemaltecas el Estado no manda. Los reclusos controlan el ingreso, las visitas, las ventas internas, el acceso a servicios e incluso la vida o la muerte de otros internos. A esto se le llama autogobierno penitenciario, una práctica documentada y condenada por organismos internacionales como la ONU, la CIDH y el MNP-OPT. No es un fenómeno aislado: el derecho comparado lo ha identificado como uno de los factores decisivos en el fortalecimiento del crimen organizado.
Ejemplos sobran. En Guatemala, la Granja Penal de Pavón (2006) fue el símbolo del autogobierno: los reos tenían armas, negocios e incluso despachos. Más reciente, Fraijanes II y Cantel han sido controladas por maras y estructuras criminales. En El Salvador, antes de sus reformas, los “delegados de ranfla” administraban módulos completos. En México, el penal de Topo Chico era una ciudad dentro de la cárcel hasta que fue cerrado en 2019. En Brasil, el PCC y Comando Vermelho coordinaron masacres nacionales desde prisión. En Honduras, los motines y masacres de 2020-2023 demostraron el dominio total de las pandillas dentro de los centros penitenciarios. Cuando el Estado desaparece, el crimen se institucionaliza.
Los criminólogos lo han explicado durante décadas. Loïc Wacquant lo llama “la cárcel neoliberal: castigar a los pobres y proteger privilegios”. Michel Foucault advirtió que, sin control real del Estado, la prisión se autoperpetúa como fábrica de delincuencia. Baratta y Zaffaroni denunciaron cómo el poder punitivo puede ser capturado desde dentro por los mismos criminales. El autogobierno no es casualidad: surge cuando el Estado renuncia a ejercer autoridad legítima.
A esta realidad se suma otro absurdo reciente: el presidente anunció con orgullo un censo penitenciario, como si contar presos fuera una solución técnica. ¿De qué sirve saber cuántos son, si no sabemos quiénes son? La gestión penitenciaria moderna no se basa en censos, sino en clasificación criminológica. Desde Cesare Lombroso y Enrico Ferri se entendió que no todos los delincuentes son iguales. Edwin Sutherland explicó la importancia del entorno criminal. Donald Clemmer introdujo el concepto de “prisonization”: el proceso en el que el preso se convierte en delincuente profesional por convivir con criminales peligrosos. Norval Morris y Tony Ward promovieron sistemas de clasificación por riesgo, peligrosidad y posibilidad de reinserción. Hoy, la criminología moderna (García-Pablos, Goffman, Pratt) coincide: una cárcel sin clasificación es una incubadora de crimen.
Clasificar por delito, peligrosidad, liderazgo, perfil psicológico y riesgo de reincidencia es clave para separar a quienes deben ser aislados de por vida, de quienes sí pueden rehabilitarse. Sin esa clasificación, una prisión se convierte en una escuela criminal donde el ladrón primario aprende del sicario y el sicario recibe órdenes del líder de una mara. En lugar de reducir el crimen, lo multiplicamos.
Lo doloroso es que todo esto se sabía. Como Relator contra la Tortura y experto en derechos humanos, lo dije en múltiples entrevistas, foros, podcasts y documentos oficiales. Hicimos recomendaciones concretas al Ministerio de Gobernación y al Sistema Penitenciario durante años: eliminar cárceles bajo PNC, unificar modelos, crear clasificación criminológica, profesionalizar al personal, cortar el autogobierno, aislar a líderes criminales, establecer programas de reinserción reales. Pero no escucharon. ¿Por qué? Porque teníamos al zorro cuidando el gallinero. Porque la ética estuvo ausente. Porque mientras las autoridades hablaban de “humanización” en redes sociales, negociaban privilegios con los mismos criminales. Pan y circo, diría Maquiavelo. Y una parte del pueblo, por ignorancia, desinterés o fanatismo a ídolos de barro, prefirió creer en discursos vacíos.
Sin embargo, no basta con denunciar: hay que señalar el camino. Y el camino es claro. Sí, necesitamos cárceles de máxima seguridad. Pero no como fetiche político, sino como estándar técnico. Sí, debemos aislar a los verdaderamente peligrosos. Pero con controles externos para evitar abusos. Sí, debemos tener tecnología, disciplina, cero comunicaciones ilícitas. Pero también programas de trabajo y educación para quienes sí pueden reintegrarse. No se trata de gastar más, sino de invertir mejor. El sistema penitenciario debe ser autónomo, profesional, técnico. No una oficina política ni un botín de favores.
Guatemala no puede seguir permitiendo que las cárceles sigan asesinando a la sociedad desde adentro. Si controlamos las prisiones, recuperaremos las calles. Si el Estado asume su responsabilidad con firmeza y dignidad, el miedo dejará de gobernarnos.
No hablo de utopías. Hablo de voluntad política y ética. De aprender de nuestros errores. De escuchar a quienes lo advertimos a tiempo. De dejar atrás la negligencia y el autoengaño.
Porque el día que las cárceles dejen de ser oficinas del crimen, ese día empezará la verdadera seguridad en Guatemala. Y ese día, por fin, dejaremos de tener miedo.