La paradoja de la soberanía inevitable (o por qué el derecho internacional no puede matar a su propio creador)
Por Lesther Castellanos Rodas
Hay ideas que, por más que se repitan en foros, resoluciones, informes de consultores internacionales y comunicados bien financiados, siguen siendo conceptualmente absurdas. Una de ellas es la pretensión, cada vez más popular en ciertos círculos globalistas, de que la soberanía estatal debe subordinarse al derecho internacional, como si este último fuera ontológicamente anterior, moralmente superior y jurídicamente autosuficiente.
La tesis es elegante, políticamente correcta y profundamente errónea.
Hermann Heller lo dijo con una claridad incómoda para los devotos del cosmopolitismo jurídico: una concepción del derecho internacional que no parta de la existencia de una pluralidad de unidades soberanas está destinada al fracaso. No es una provocación ideológica; es una constatación estructural. El derecho internacional existe porque existen Estados soberanos. No al revés.
El Estado, como unidad territorial decisoria universal y efectiva, puede existir sin derecho internacional. Un Estado aislado tras su propia “muralla china” seguiría siendo soberano, decidiría hacia dentro y hacia fuera, y su orden jurídico interno seguiría operando. En cambio, un derecho internacional sin Estados soberanos es sencillamente impensable. Sería como legislar para fantasmas.
Aquí aparece el primer error cognitivo del globalismo jurídico mal entendido: confundir coordinación con subordinación. El derecho internacional coordina voluntades soberanas; no las crea, no las sustituye y, mucho menos, las jerarquiza por encima de los órdenes constitucionales internos sin destruir su propia razón de ser.
Si existiera una unidad decisoria planetaria, universal y efectiva, como sueñan algunos burócratas con credencial diplomática, el derecho internacional dejaría de ser internacional y se transformaría en derecho estatal global. Y esa entidad sería soberana en el sentido más puro del término. Es decir: el proyecto globalista, llevado a su conclusión lógica, no elimina la soberanía; simplemente la centraliza. Ironías de la historia.
Permítanme ahora introducir, con toda la falta de modestia académica necesaria, una categoría conceptual propia: la paradoja de la soberanía inevitable.
La idea es simple: hay presupuestos de la realidad jurídica que no pueden ser eliminados sin destruir las condiciones que hacen posible el fenómeno que se pretende preservar. Intentar suprimirlos es, en rigor, un acto de negación autodestructiva.
La analogía perfecta no está en un tratado de derecho internacional, sino en el cine: The Time Machine. En esa historia, el protagonista intenta una y otra vez viajar al pasado para evitar la muerte de su prometida. Fracasa siempre. ¿Por qué? Porque ese hecho trágico es precisamente lo que lo motiva a crear la máquina del tiempo. Si ella no muriera, la máquina no existiría. Y sin máquina, no hay viaje al pasado.
El evento es inmodificable no por razones morales, sino por coherencia causal.
La soberanía estatal ocupa exactamente ese lugar en el derecho internacional. Si se elimina o se subordina absolutamente la soberanía, desaparece el presupuesto que dio origen al propio derecho internacional, a la ONU, a los tratados, a las cortes internacionales y a toda la arquitectura normativa global. El resultado no es un derecho internacional fortalecido, sino su evaporación conceptual.
Quienes creen que pueden “corregir” la soberanía desde el derecho internacional están atrapados en una ilusión parecida a la del viajero temporal: piensan que pueden cambiar la causa sin afectar el efecto, cuando en realidad están anulando ambos.
Para explicarlo sin tratados ni notas al pie, pensemos en algo que cualquiera puede entender: el llamado efecto mariposa. La idea básica es simple: un cambio mínimo en el punto de partida altera por completo el resultado final. El aleteo de una mariposa hoy puede convertirse mañana en un huracán. Trasladado al plano jurídico, la soberanía estatal es ese punto inicial. Tócala, vacíala o relativízala, y el sistema entero cambia de forma imprevisible, pero no hacia un orden superior, sino hacia la incoherencia.
El problema no es la cooperación internacional. El problema es la ingenuidad teórica, o la mala fe política, que pretende presentar al derecho internacional como un orden jerárquicamente superior al constitucional, olvidando que su fuerza normativa depende, en última instancia, de la voluntad estatal que lo reconoce, lo incorpora y lo ejecuta.
Decir que la soberanía del ordenamiento interno está “supeditada” al derecho internacional no es sofisticado; es conceptualmente torpe. Es confundir la validez con la eficacia, la coordinación con la obediencia y la comunidad internacional con un Estado mundial que no existe.
Heller lo entendió hace décadas. Algunos hoy prefieren no entenderlo porque aceptar esa premisa arruina muchos discursos, varios financiamientos y no pocas carreras construidas sobre la idea de que el Estado es el problema y no la condición de posibilidad.
La soberanía no es un residuo del pasado ni un obstáculo a la civilización jurídica global. Es su presupuesto lógico. El derecho internacional no puede matar a su propio creador sin suicidarse en el intento.
Y esa, nos guste o no, es la paradoja de la soberanía inevitable.









