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Javier Payeras

Javier Payeras

Una necesidad real e indivisible/Verónica Riedel y Atitlán

13 de noviembre de 2025/en Opinión/por Javier Payeras

Javier Payeras

Puedo coincidir con las prédicas de los viejos anarquistas que decían que las necesidades eran inventos para mantenernos en la esclavitud. Hemos llegado al punto en que todas estas cosas indispensables ya se han desbordado… pasaron de existir como aspiraciones y se han incorporado dentro de la realidad, están ocupando enormes espacios de nuestra vida cotidiana, pero no únicamente dentro de nuestro espacio físico, ahora nos ahogan intelectualmente. ¿Qué es real y qué es un bulo? ¿Podemos creer todo lo que nos muestra la diversidad desorganizada del internet? ¿Se puede limpiar nuestra mente de la misma forma que podemos reforestar un bosque u oxigenar el agua de un lago?

Verónica Riedel me ha confiado el proceso que le ha llevado a construir este proyecto de investigación inmersiva que ha titulado El tejido del silencio. Podría hablar de este resultado desde dos puntos de observación: el resultado cuidadosamente elaborado y dispuesto dentro del espacio de exhibición, tal como una instalación translúcida y muy efectiva dentro del marco apreciativo del arte contemporáneo; o puedo referirme al proceso que sustenta la obra construida con meses de trabajo investigativo.

Hace un par de meses un querido amigo artista me comentó algo que me abrió muchas pautas que discutir acerca de las obras que actualmente se acumulan dentro de infinidad de bienales, galerías, revisiones y demás actividades culturales. Cuando él participó dentro de una residencia en China, se sorprendió al ver que al terminar su estancia y presentar la obra que había resultado de su proceso, los funcionarios de la institución convocante, desmontaron las piezas de cerámica que había diseñado y simplemente las rompieron, para luego tirarlas a la basura. Dentro de nuestra idea de patrimonio acumulativo, esta acción es prácticamente un atentado contra el sagrado espacio del aura del artista y, no digamos aún, del mercado del arte que necesita alimentarse del fetiche producido. Pero mi amigo se sorprendió al darse cuenta de que a los curadores y académicos que le acompañaron en su proceso sólo les interesaban los cuadernos, los apuntes, las maquetas, los diseños en su disco duro. El valor de la obra se valoraba por el peso del proceso, no por el resultado estético. Desde esta perspectiva la validez de una obra de arte abandona la experiencia espontánea y expresiva, para acercarse al proceso científico que la sustenta.

¿Es la “ciencia” una mala palabra dentro del mundo del arte? Creo que lo es dentro de determinados espacios de purificación política reductiva. Sentires, conocimientos y demás plurales hacen que se desintegre mucho de lo que puede calcarse con investigación profunda y evidencia. Riedel llegó a las comunidades que rodean el Lago de Atitlán, importante foco turístico de su país y que en el viaje iniciático realizado por el escritor británico Aldous Huxley en 1933, descrito en su libro Más allá del Golfo de México describió de esta forma:

El lago me parece que toca el límite de lo permisiblemente pintoresco, Atitlán está rodeado de volcanes inmensos, posiblemente es el lago más bello del mundo.

Alguna vez referí esta cita con mi querida amiga Vivian Suter, para quien realicé un extenso ensayo para su exposición en el Museo Reina Sofía, y fue entonces que conectamos la peregrinación de aventureros que comenzó a llegar desde la década del Cincuenta, hasta culminar con la comunidad hippie que se asentó dos décadas después. Un deslumbrante santuario natural y místico que ha sufrido precisamente por eso mismo.

Lo que Verónica nos muestra en el proceso de investigación que acompaña el resultado de este impresionante montaje, es un apocalipsis que puede ser reversible. Si el espectador se detiene a leer la información que nos proporciona (y le suplico que lo haga) puede comprender que lo más importante de su trabajo no es la expresión creativa, sino la advertencia que expone. La naturaleza es sagrada porque es lo único real y trascendente que sostiene nuestra vida. Es la necesidad real e invisible de lo humano. En su proceso hizo una serie de conexiones sumamente importantes, escuchó las perspectivas y puntos de convergencia relacionados al rescate del lago. En un país tan polarizado, lo más sencillo es tomar posición por algún extremo —que es lo eternamente común en Guatemala— sin acudir al final a ninguna solución posible, su obra no padece del infantilismo político oportunista, mas bien, busca acercarse a los hallazgos más convincentes tanto dentro de la investigación occidental relacionada con el tratamiento de este tipo de problemas, como las sorprendentes prácticas ancestrales que desde muchas generaciones las poblaciones tzutujiles han realizado para contener el deterioro de su espacio. En su bitácora de apuntes señala problemas crecientes: la eutrofización, que supone la muerte lenta del lago por la reducción del oxígeno que termina por enturbiar el agua por la exposición a fertilizantes, detergentes y aguas residuales; la eutrofización, una consecuencia de la sobreexplotación de los terrenos alrededor, los sembradíos de café, maíz y hortalizas. Dentro de su investigación, Riedel propone acercarse a un conocimiento que abarca lo cultural y lo técnico. Repensar la idea de ese urbanismo descontrolado en las comunidades, proponiendo que se escuche las referencias esenciales tanto de la cosmovisión maya que parte del nacimiento-muerte-renacimiento de la vida dentro de la idea de corazón o centro irradiador de la vida espiritual, material y el destino o la misión de cada ser. Una de sus observaciones sugiere la formación a través de talleres escolares que permitan visualizar un futuro sostenible, asumiendo que las nuevas generaciones comprendan la enorme responsabilidad de dejar una huella en su presente para dejar un mejor pasado.

Los viajes de Riedel tienen una conexión familiar con una escritora injustamente olvidada dentro de la historia literaria guatemalteca, Walda Valenti, que en 1957 publica una interesante novela, Azul y roca, que hace alusión al lago y otros espacios rurales de la Guatemala de entonces. Puede que ese vínculo familiar —Valenti es abuela de Verónica— sea el hilo invisible que nos conecta con su búsqueda. En este punto vale la pena hacer una referencia al primer documento biográfico publicado acerca de Carlos Valenti (1888-1912), la figura de este pintor es un punto de referencia para el arte guatemalteco, porque supone una ruptura con el figurativismo de estampa y el paisajismo en la Guatemala republicana; el destino de un artista intuitivamente expresionista fue el de un creador solitario que, junto a Carlos Mérida, se vieron en la necesidad de salir hacia un horizonte distinto, la Europa de las primeras vanguardias intelectuales que surgieron antes de la primera gran guerra; el destino suicida de este artista detuvo muy prematuramente una obra contundente y reveladora de un subjetivismo profundo y sincrónico. Esta conexión constelar de la familia de Verónica, su abuela Walda y su tío Carlos Valenti es el destino manifiesto del diálogo que necesitaría un ensayo más amplio.

La distribución de los resultados dentro del espacio expositivo es bastante peculiar, los distintos tonos de color trabajados con una celulosa natural —biopieles—  que la artista ha creado en su propio estudio a partir del estudio minucioso de la química que puede derivarse sin ningún efecto contraproducente al medio ambiente, le dan un resultado de color translúcido, una suerte de vitral elástico que está adherido a las ventanas como alimentándose de la luz solar; estos tejidos tienen un mensaje cifrado en clave morse, un recurso que me parece lógico si entendemos que este tipo de lenguaje se inventó para que pudiera viajar a mayor velocidad a través de los cables telegráficos. Por otra parte, está el móvil de ocho metros de alto  construido de materiales elaborados a partir de una planta acuática invasora conocida como hidrila, que desde distintos ángulos pueden ser vistos como una cadena ARN de información genética en el que se contienen todos los catalizadores biológicos y que se extienden desde el inicio mismo de la vida sobre el planeta, esta escultura nos remite a las capas invisibles que crecen hacia el interior del lago en una suerte de enfermedad y resiliencia ante el efecto nocivo de los factores externos, este espacio mistifica el oxígeno que puede regenerar la vida y reducir el deterioro; cada fragmento de biopiel o biocuero fue fabricado artesanalmente por Verónica y cosido hasta crear un enorme ensamble que se sostiene desde la cúpula del Teatro Lux hasta la entrada principal, atravesando verticalmente el espacio del Centro Cultural de España en Guatemala. Por otro extremo de la sala tenemos un importante diagrama de trabajo, esto me parece lo más importante de toda la muestra, porque traslada a la pared todo su proceso de conexiones y apuntes, acaso la parte fundamental de este experimento artístico esté dentro de esos apuntes en los que señala los nombres de las comunidades y el mapa del lago, junto a los diferentes problemas que enfrenta, problemas que van desde el pésimo manejos de los desechos, la contaminación de los vehículos acuáticos y la desidia de las autoridades que a lo largo de décadas de olvido han optado por ver hacia otro lado.

El tejido del silencio es una obra muy avanzada en cuanto a su interpretación del pensamiento científico que puede exponerse desde un relato visual concreto, un arte que no solamente decora-expresa-visibiliza y demás términos que atragantan los textos curatoriales recientes… es un trabajo de investigación que llevó meses negociándose con expertos, líderes comunitarios, estudios de campo y acciones concretas. Puedo decir, separando el afecto y el vínculo que tengo con mi querida Verónica, que su trabajo será un legado que futuras generaciones comprenderán y valorarán en su justa medida.

Cerrito del Carmen 4 de noviembre 2025

Etiquetas: arte, cultura
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