Estruendo en el cementerio
Silvio Saravia
La vida es como un carruaje: muchas veces no llevamos las riendas, pero creemos tener el control. O bueno, tal vez sí tenemos el control, pero no siempre de forma consciente ni en su totalidad. Vean ustedes, imaginen a una persona elegante, con sombrero de copa y un abrigo hasta los tobillos. Además, con un reloj de bolsillo más caro que toda su vestimenta. Acaba de salir de una fiesta, apenas si recuerda su nombre y se sube a un carruaje. El cochero le pregunta: ¿A dónde, señor?
A lo que él responde con balbuceos y vulgaridades. El cochero, lejos de ofenderse, se alegra, pues su pasajero está en un estado en el que apenas puede defenderse. Le quitará todo lo de valor de encima y lo tirará a algún barranco.
Eso con frecuencia nos pasa en la vida. Claro, no todo el tiempo en mal estado. El punto es que las decisiones que tomemos tienen una consecuencia mayor. A quien se sube al coche medio atontado y sin saber exactamente hacia dónde quiere ir, el cochero se aprovechará para despojarle; no es más que la suerte cobrando el karma de quien no toma buenas decisiones.
A veces, al subir al coche, podemos ir ebrios de poder, y tan solo es el alarde de un golpe de suerte que nos fue otorgado por el karma. Si lo mal aprovechamos perdiendo el control, lo cobrará, tirándonos a un lado y dejándonos en agonía, en eterno arrepentimiento. Pero eso no significa que no podamos retomar el control de nuestras vidas.
Este relato sucedió no hace mucho tiempo, en un lugar que tiene fama de ser solitario y silencioso, pero su silencio se rompió cuando un ruido estremeció a los muertos. A ciencia cierta dudo de la autenticidad de este relato por su final desgarrador.
La historia comienza mucho antes de su final con dos palabras: cerveza y Fernando. Estas palabras llevaron a los personajes de esta historia a una serie de sucesos inusuales. Pero, antes de contar el final, tenemos que presentar a los protagonistas.
Juan, recién llegado a la universidad, apenas si se había unido a un grupo de “estudio”, y ya lo habían tomado en cuenta para que se uniera a las fiestas, que muchas veces eran ruidosas. En una de estas fiestas le dijeron que acompañara a Fernando a traer cervezas, pero Fernando ya había empezado a tomar.
Juan le dijo a Fernando que diera la vuelta, pero Fernando no lo escuchaba: llevaba la música a todo volumen. De repente Fernando miró hacia la carretera, sus ojos estaban tan abiertos como los de un gato al verse en peligro.
En el camino, escucharon la música de Fernando. Sonaban las canciones de Soda Stereo y Enanitos Verdes. Fernando decía tener una banda, aunque nadie le creía, ni siquiera Juan. De pronto se dieron cuenta de que estaban perdidos y se dirigían al cementerio.
—Da la vuelta, hombre —le gritó Juan.
Pero Fernando no lo escuchó: la música sonaba a todo volumen. Miró a la calle con los ojos abiertos como los de un gato al verse en peligro, mientras conducía a toda velocidad directo al muro.
La música se apagó y, para ellos, todo se oscureció de repente. El auto quedó destrozado al impactar, y Fernando se lastimó la cabeza contra el timón. Juan, aunque quedó inconsciente, no tenía ninguna herida y fue el primero en despertar. Cuando vio que a su compañero le brotaba sangre lentamente de la oreja, se horrorizó; de inmediato marcó a la ambulancia, pero cuando la operadora preguntó:
—¿Cuál es su emergencia?
La llamada se cortó de inmediato, aun cuando él suplicó que lo ayudara. Era como si no lo pudiera escuchar.
De repente Fernando se levantó de golpe. Tenía los ojos muy abiertos y empezó a golpear el timón y a golpearse la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Juan, agarrándole los brazos e impidiendo que se golpeara.
—¿No escuchas esa voz? —dijo Fernando, sobreactuado.
—¿Qué dice? —preguntó Juan.
—Esa voz… tengo que buscarla, tengo que encontrar la voz —repitió Fernando, como en una especie de trance. Abrió la puerta del auto y empezó a caminar hacia la reja del cementerio.
Juan no sabía qué hacer, apenas si procesaba el hecho de que Fernando pudiera moverse. De repente la radio volvió a sonar y la canción decía: «He oído que la noche es toda magia y un duende te invita a soñar». Después de un rato la canción se repetía. Juan, aunque sabía que la radio podía fallar, se espantó porque le pareció extraño. Salió del auto y caminó detrás de Fernando.
Antes de llegar a la reja, un joven vestido de negro abrió y caminó al lado de Fernando como si no lo hubiera visto o no se extrañara de su herida en la oreja. Fernando se volvió hacia el joven y preguntó:
—¿Usted es el guardián de este lugar?
El joven, que ahora observaba el auto destrozado, sacó su teléfono ignorando a Fernando y llamó a una ambulancia.
—¿Es inútil llamar? Se corta la llamada —dijo Juan. Pero el joven estaba muy preocupado para ponerles atención; incluso parecía ignorar la presencia de aquel par. Al joven tampoco lo atendió la operadora de los bomberos. Después de un rato viendo el auto, volteó hacia la reja del cementerio y fijó la mirada en Fernando como si lo viera a él, pero en realidad miraba sobre su hombro, al interior del cementerio.
Luego se perdió entre las tumbas del cementerio.
—¿Viste a ese loco? Parecía como si nunca hubiera visto un accidente —dijo Juan, trotando para alcanzar a Fernando.
Fernando ignoró a Juan y logró abrir la puerta, empujando la reja con fuerza. Juan dijo:
—Deberíamos tratar de llamar a los demás; ¿tal vez se preocuparon?
—¿Quiénes? ¿Los que nos mandaron a traer cervezas? Ya hasta se olvidaron de nuestros nombres. Estoy seguro de que si cayéramos por un barranco no les importaría si estamos muertos o vivos; y en cuanto a la cerveza, ya habrán mandado a alguien más por ella —dijo Fernando, haciendo un ademán de desinterés.
Juan le insistía que debían regresar al auto y volver con el grupo, pero Fernando parecía estar muy distraído, siguiendo la voz que escuchaba.
—Si siquiera me quisieras decir qué te dice esa voz —dijo Juan.
—Ellos deben venir a donde estoy y no tienen que escapar —dijo Fernando sin bajar el ritmo del paso.
Ya estaban adentrados en el cementerio. Habían pasado muchas tumbas, algunas de personajes históricos y algunos mausoleos. El cementerio estaba en completa oscuridad y apenas había luz pero Fernando parecía conocerlo a la perfección, pues nunca cambió de camino y siempre iba a paso veloz.
Fernando caminaba entre unas tumbas con flores, casi nuevas; fue entonces cuando frenó en seco y se agachó detrás de una tumba. Juan se agachó junto a él.
—¿Por qué nos agachamos? —preguntó Juan.
—Allá adelante hay una linterna; seguro es el guardián. Si nos ve, nos va a sacar, y no averiguaré qué quiere esa voz —dijo Fernando, con los ojos mucho más saltones que de costumbre.
La luz era la linterna del joven que trató de llamar a los bomberos afuera del cementerio y, frente a él, un señor bastante mayor con sombrero de copa y un bastón elegante.
—¿Qué ocurrió allá afuera? —preguntó con un tono bastante enojado.
—Un auto se chocó contra el cementerio y había dos heridos. Llamé a la ambulancia, pero no contestó nadie —respondió el joven.
—¿Cómo se te ocurre llamar a una ambulancia? Nadie debe saber que estuvimos acá —dijo el señor, dándole un golpe con el bastón.
—¿Y de qué se trata esto? ¿Acaso quieres que profane alguna tumba? Sabes que yo soy un ladrón honesto; yo no hago esa clase de servicios.
—Ja —dijo el señor—, ¿crees que interrumpiría el sueño eterno de mi querido amigo Gabo solo porque quiero ese reloj? Hace siglos que, ya muerto, ese reloj ha de estar maldito. Lo que yo te pediré es algo más sencillo… —en su rostro se asomó una leve sonrisa; se frotó las manos y luego dijo—: solo ponle sal a la puerta del cementerio y un poco de este oro en polvo a una tumba abierta.
—Eso suena a brujería y no pienso participar en cosas de las que me pueda arrepentir —dijo el ladrón, retrocediendo.
—Bueno, te pienso pagar una muy buena cantidad; es más, toma un adelanto —dijo el señor, tirando un fajo de billetes a los pies del ladrón.
El ladrón contó el dinero: por lo menos había quinientos quetzales. Después de pensarlo un rato, aceptó el trabajo y se marchó en las sombras, apagando su linterna.
El anciano se quedó un buen rato en silencio, pero sin previo aviso volteó a ver hacia donde estaban los dos jóvenes. Fernando echó a correr y Juan lo siguió de cerca.
—¿Quién era ese de allá atrás? —preguntó Juan.
Fernando siguió caminando rápido; el tiempo parecía ir más lento, pero ellos seguían andando con rapidez. Justo en frente de ellos apareció una mujer con un vestido blanco de vuelos y el pelo largo. Les sonrió levemente y, sin decir nada, les hizo una mueca para que la siguieran. Los dos empezaron a seguirla sin explicación alguna. Juan se sentía mal en cada paso que daba, sentía como si algo lo obligara a caminar. Y Fernando decía todo el camino:
—Ella quiere que la encontremos y que no escapemos.
Mientras caminaban, lograron ver al ladrón terminar de poner la sal en la tumba abierta y al señor de sombrero a la par suya, pero no pudieron ver qué pasó después, porque pasaron de largo. Y aunque quisieran voltear la cabeza, no les obedecía: solo escucharon cómo el señor se reía fuertemente.
Después de un rato, se detuvieron frente a una tumba abierta. La mujer se paró delante de la tumba, tomó a Fernando por los brazos y lo besó. Pero, mientras lo besaba, la piel de Fernando perdió su color y sus venas se le marcaron en los brazos, que cada vez eran más esqueléticos. Finalmente, Fernando cayó al suelo directo en la tumba.

Juan aprovechó que la mujer se distrajo y corrió lo más rápido que pudo; mientras corría, tropezaba y chocaba contra las tumbas, pero no dejó de correr. Volteó a ver si la mujer lo seguía, pero ella caminaba muy despacio hacia él. Con solo verla, se petrificó y no consiguió moverse: solo observaba cómo la mujer estaba cada vez más cerca. Entonces apareció un carruaje tirado por un caballo negro. El cochero era el señor del sombrero de copa, que le dijo:
—Súbete y ella no te atrapará.
Juan, en el fondo, sabía que ver un carruaje en esta época era extraño en cualquier lugar. Pero aun así sintió confianza y deseó entrar en aquel vehículo. El carruaje lo llevó lejos de la mujer de blanco, que se despedía de Juan mientras el carruaje avanzaba.
Después de un largo paseo, el carruaje frenó frente a la entrada del cementerio.
—Puedes irte; te ganaste mi respeto —dijo el señor, despidiéndose con su sombrero.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué fue todo esto? —preguntó Juan.
—Si te lo cuento deberás morir —respondió el señor con cara de preocupación.
Juan ya había perdido el miedo a la muerte después de lo vivido, ya no le importaba perder la vida.
—Cuéntalo —dijo Juan.
El señor se bajó de su carruaje, el cual desapareció al instante; empezó a quitarse el rostro y su cuerpo se cayó como un saco vacío. Del saco salió un duende con traje de etiqueta.

—Sorprendido —dijo el duende—. Bueno, ¿tú querías que te explicara? ¿Por qué no contarte toda la verdad? Empecemos por lo simple yo soy un duende y he vivido desde que el hombre aprendió a balbucear. Sé identificar cuando alguien tiene miedo o simplemente no mide el peligro. Me dedico a montar bromas desde la antigüedad y he perfeccionado mi estilo de magia. Pero bueno, basta de mí.
—Sígueme —dijo el duende; caminó hasta el auto y le mostró a Juan el cuerpo de Fernando aún en el asiento del conductor, y allí también estaba el propio Juan, que se horrorizó cuando vio su cuerpo sin vida con una herida en la cabeza igual que la de su compañero. El duende siguió hablando:
—Tu compañero fue hechizado por la muerte blanca —o así la llamo yo— es la mujer de blanco, una adorable dama cuando no está trabajando. Pero bueno, ella y yo hemos estado en una competencia por ver quién se lleva más almas. Ella se para en la carretera y hechiza a quien la ve para que lleguen a su tumba y es entonces cuando drena su alma.
—Yo soy de la vieja escuela —continuó—. No arrebato almas a la fuerza: las convenzo. Hago que los vivos entren al cementerio por decisión propia. Les pido que dejen sal en la entrada —para que crean que pueden salir— y que arrojen polvo dorado sobre una tumba abierta. Ese gesto, nacido de su codicia o curiosidad, sella su destino. No los mato: los distraigo. Si no regresan a su cuerpo antes de las tres de la mañana, vagarán para siempre, y entonces los empujo al interior de la tumba.
El duende se detuvo, inclinó la cabeza y añadió, más sincero que burlón:
—No creas que vine por ti —añadió, con una sonrisa torcida—Simplemente pasó. Vi el accidente, olí el miedo, y supe que era una oportunidad. Tú aceptaste subirte al carruaje; eso bastó. Suerte para mí… mala suerte para ti.
Juan cerró los ojos y vio como encajaban las piezas: el joven en la reja, el anciano con el fajo de billetes, la mujer de blanco, el carruaje. Todo encajaba en una especie de historia espeluznante.
Desde entonces, Juan recorre el cementerio, y solo los que son más sensibles a lo paranormal pueden escuchar su triste historia.






