El misterio de la montaña
Silvio Saravia
En el gran paisaje guatemalteco, oculta entre las montañas, se encuentra una aldea que vive atemorizada por un ser desconocido. Algunos creen que las desgracias sucedidas se deben a coyotes o perros salvajes, pero quienes llevan más años en este mundo ya lo han vivido y sospechan que el culpable es el chupacabras.
Afirman que, cuando esta criatura está a punto de atacar, a los perros les comienza la sarna sin explicación: de la noche a la mañana les salen llagas y se les cae el pelaje. Otra señal es que una espesa niebla invade la aldea desde las tres de la tarde hasta la madrugada siguiente.
Todo esto podría tener otra explicación, pero la señal definitiva es que una oveja aparezca muerta sin una gota de sangre entre las plantaciones de maíz. No es raro que el dueño del ganado parta en busca del chupacabras, acompañado de varias personas y algunos perros que no han sido afectados por la sarna.
Generalmente, la búsqueda termina cuando uno de los miembros se resbala en la montaña y queda gravemente herido. Los demás deciden retirarse, pues consideran que es un mal presagio y prefieren desistir de buscar al chupacabras.
En esta ocasión, el relato no se remonta a tiempos antiguos. Ocurre en una época cercana. Aunque muchos que hayan vivido en carne propia algo similar pensarán que no hace justicia a la realidad que se oculta tras el misterio, recuerden que mi intención es compartir un relato y no traumatizar a nadie.
Al protagonista de esta historia lo llamaremos Luis, un hombre que trabajaba a diario en su terreno, donde cultivaba maíz, mientras su esposa e hijo cuidaban las ovejas que mantenían en un corral de madera, pegado a su casa de adobe con techo de tejas.
Una tarde, cuando caía la noche y la lluvia arreciaba, Luis trabajaba distraído en su terreno cuando un vecino corrió hacia él para avisarle que había sucedido algo importante en su casa y era urgente que regresara.
Corrió con todas sus fuerzas, pero cuando llegó ya había oscurecido. Frente a su hogar había una gran multitud. Algunos llevaban linternas y la mayoría mantenía la mirada baja.
—¿Le ha pasado algo a mi familia? ¿Las ovejas fueron atacadas por coyotes? —dijo Luis, agitado por el cansancio.
—Vas en la dirección correcta, pero no te apresures a sacar conclusiones, muchacho. Tu familia… —dijo acercándose el hombre más viejo del grupo.
—¿Les cayó alguna roca de la montaña? ¡Dime de una vez qué alborotó a tanta gente! ¿Les ha pasado algo grave? —preguntó Luis, angustiado.
—Están bien. Son tus ovejas las que han sufrido una desgracia: la mitad se ha extraviado y una apareció muerta en tu corral, seca como una pasa y con agujeros en el cuello, como si dos colmillos le hubieran drenado la sangre —dijo el anciano—.
—Tu hijo dice que escuchó la agonía de la oveja y fue a revisar el corral. Allí lo vio: es como un perro, pero con patas largas y el pelo erizado, con dos ojos rojos que brillaban como fuego. Sus fauces estaban abiertas, mostrando colmillos afilados y ensangrentados. Por suerte no lo atacó; mantuvo la mirada un tiempo y luego se marchó hacia la montaña. ¡Y ahora vamos nosotros! —dijo el anciano mostrando un machete en la mano izquierda—. Te estábamos esperando, venís con nosotros.

—Debe ser un coyote. El niño habrá exagerado. Yo no voy a perder tiempo buscando a un coyote cuando debo conseguir más ovejas y cuidar las que tengo. Lo siento, no puedo unirme a su paseo por el bosque —dijo Luis, haciendo un ademán de despreocupación.
—Llamalo como querrás, pero nosotros cazaremos a la bestia por nuestra cuenta y nada nos detendrá. Yo la vi una vez y no se llevó a una oveja, sino a otro ser vivo más valioso. Ahí te lo dejo —dijo el viejo, dándole la espalda a Luis y haciendo una mueca para que lo siguieran hacia la montaña.
Luis los observó con reproche. ¿Cómo podían darse el lujo de ir a la montaña a perder el tiempo mientras los demás trabajaban? Al abrir la puerta, su hijo corrió a abrazarlo, era un niño de unos once años. Su esposa se quedó petrificada junto a la mesa. No lloraba, pero su expresión delataba la angustia que sentía.

—¿Qué pasó con las ovejas? —preguntó Luis, apartando a su hijo.
El niño levantó la mirada, pero no dijo nada, solo lo miró con terror.
—Él no habla desde que fue a revisar el corral —dijo la mujer.
—Fue el viejo de José. Le puso las palabras en la boca, siempre manipulando la verdad —dijo Luis, sentándose en el comedor.
—Tal vez Saúl no dijo nada, pero ¿no le ves el rostro de temor? Tu hijo no le tendría miedo a un coyote —dijo ella, señalando al niño—. Es claro que vio al chupacabras arrebatarle la vida a nuestra oveja.
—¿Y cómo explicas, mujer, que las demás hayan desaparecido y no esté su cadáver en nuestra puerta? —preguntó Luis, irritado.
—No lo sé —dijo bajando la mirada—.
Es imposible que un coyote cavara un hoyo para entrar al corral y devorara a la oveja. Al ver a Saúl, se ahuyentó, y las otras ovejas, al ver la oportunidad, escaparon.
—Yo solo digo que un coyote no deja a las ovejas enteras y con solo una mordida en el cuello —dijo Marta, la esposa de Luis.
Después de ese día, se escuchaban las jaurías de perros que la gente llevaba para cazar al chupacabras. Luis siguió con su vida normal… o al menos lo intentó, pues toda la aldea hablaba del miedo al chupacabras y cualquier cosa que sucediera se atribuía a él. Luis ya no soportaba que todos mencionaran al chupacabras.
Una noche fue a traer más ovejas y, al regresar, vio una procesión fúnebre. Después de dejar las ovejas en su corral. Se acercó lentamente a la procesión y preguntó a su vecina Olivia:
—¿Quién es el difunto?
—Es don Jacinto. El chupacabras lo atacó. Lo encontraron bajo un risco, con rasguños y muy mal herido —respondió Olivia.
—Dele mi pésame a la familia —dijo Luis.
—¿Usted no se va a quedar al entierro, don Luis? —añadió Olivia, pero Luis ya no escuchaba.
El hombre regresó a su casa y se quedó sentado en el comedor, sumergido en sus pensamientos. Cuando amaneció, doña Marta le reprochó:
—¿Por qué no te quedaste al entierro?
—¿Sabés lo que están diciendo sobre la muerte de Jacinto? —preguntó con los ojos vidriosos.
—Que fue el chupacabras —dijo Marta.
—¡El chupacabras! Yo conocí a Jacinto desde niño y me duele que usen su muerte para alimentar su histeria. Su muerte es una tragedia, no debería ser objeto de supersticiones —dijo Luis, casi gritando—. No hubiera aguantado escuchar que fue el chupacabras quien lo mató.
—Pero Jacinto tenía rasguños en el cuerpo y estaba muy malherido —dijo Marta, angustiada.
—¿Cómo crees en esos rumores absurdos? Lo encontraron debajo de un risco; seguro se cayó y se lastimó con las piedras. Ahora todo lo quieren ver como si fuera obra del chupacabras.
—Pero ahora en la aldea hay un muerto cada día —replicó Marta.
—Solo ha pasado un día desde que supuestamente se vio al chupacabras; están exagerando. Voy a ir a la cacería del chupacabras para encontrar al coyote y que todo esto termine. Está bien si unos cuantos quieren divertirse jugando al gato y al rato, pero que no se metan con los muertos —dijo Luis.
Marta trató de detenerlo, pero Luis partió sin vacilar, llevando una oveja de su corral como carnada. Subió la montaña con paso apresurado, queriendo recorrer más terreno que los demás.
Tras días caminando, escuchó a los perros: algunos jadeaban, otros ladraban, y entre ellos se oyó un ladrido profundo, como el rugir de un león o un tigre. No era de ningún perro. El sonido provenía más arriba de la montaña.
Luis se quedó pasmado. La oveja aprovechó para escapar, y entre los árboles apareció don José:
—¡Vaya, miren quién se unió a la cacería! —dijo, alzando las manos—.
—No creía alcanzarlos tan rápido —dijo Luis.
—Perdimos el rastro del chupacabras. Al intentar subir, algunos se lesionaron. Mandamos a cinco perros a enfrentarlo —explicó José, tirándoles un trozo de carne a los perros.
—Ese coyote va a despedazar a tus perros —dijo Luis.
—¡Seguís de necio! —dijo José, señalándolo con el machete mientras un perro rodaba desde la montaña y quedaba moribundo junto a la fogata.
El perro tenía sarna, el pelaje dañado y llagas en la piel. Luis y José se acercaron al animal, que gemía de dolor.
—Pobre animal —dijo José, matándolo con un disparo de su revólver para evitarle más sufrimiento—. Es obra del chupacabras, que nos lo envió como advertencia.
Luis buscaba la explicación más lógica, pero al alzar la vista al cielo estrellado, vio dos ojos rojos que los observaban desde la montaña.
—¡Ahí hay algo! —gritó uno de los jóvenes.
Todos voltearon, y algunos huyeron montaña abajo mientras otros subían persiguiendo los ojos. La niebla era espesa y el camino accidentado; las ramas podían herir gravemente a cualquiera.
Luis se unió a quienes perseguían los ojos, pero pronto escuchó gritos de dolor. Un joven yacía con los brazos ensangrentados, otro sangraba de la cabeza. Finalmente, llegaron a un claro.
Frente a Luis y José estaba el chupacabras: como un perro negro, del tamaño de un caballo pequeño, con pelo crispado, patas largas y torcidas. Sus ojos rojos y fauces abiertas mostraban colmillos afilados y saliva como la de un perro rabioso.
José movió bruscamente su machete, pero la bestia lo mordió en la pierna. La jauría de perros se lanzó contra ella. Luis pensó que era la oportunidad para huir. Mientras escapaban, escuchaban los aullidos de dolor.
Al regresar al pueblo, José contó todo lo ocurrido. Mientras, Luis abrazó a Marta y a su hijo, aliviado de haber sobrevivido.
Muchos años después, José murió de viejo, y Luis se convirtió en el hombre más anciano de la aldea. Cuando Saulito, su nieto, le contó que una oveja había escapado y otra apareció muerta frente al corral, Luis le dijo:
—Vos no habías nacido cuando pasó algo parecido. Solo tenés que saber que esto lleva la marca del chupacabras. Si de verdad existe, sigue siendo un misterio que la montaña se niega a revelar.
