Cuando el Sombrerón llama
Silvio Saravia
Doña Adriana era una señora de avanzada edad, aunque su porte elegante y su cabello recogido en una trenza aún dejaban entrever la belleza de su juventud. Vivía en una casa de estilo colonial, amplia y luminosa, con altos techos de madera, balcones enrejados y un patio central. Aquel hogar conservaba el encanto del tiempo, como si cada rincón guardara ecos de antiguas conversaciones y pasos ya olvidados.
Compartía la vivienda con Gustavito, un hombre maduro cuya baja estatura y rostro juvenil hacían que no pareciera tener tantos años como en realidad. Él se encargaba de mantener limpia la casa y preparar la comida, aunque era pésimo cocinero.
Sin embargo, doña Adriana prefería no decirle nada, pues él había estado en esa casa desde pequeño y era como un hijo para ella. Así pues, mandó a decir que necesitaba a alguien que le preparara la comida y que se quedara haciéndole compañía.
Así llegó una joven de cabello negro y largo, con la mirada un poco triste y ojeras que revelaban varios días de desvelo. Su presencia era callada, casi frágil, y al ver a Gustavito se puso pálida, como si hubiera visto un espanto. Doña Adriana notó aquel comportamiento tan extraño y lo guardó en su memoria.

La joven se llamaba Miryam. Con el tiempo, doña Adriana se dio cuenta de que nunca probaba bocado. Cuando le preguntaba por qué, la muchacha simplemente se ponía pálida y nunca respondía. De hecho, desde que llegó a la casa, no se le había escuchado pronunciar palabra alguna.
Al cuarto día, durante la cena, doña Adriana la miró fijamente y, sin rodeos, preguntó:
—¿Has escuchado hablar del Sombrerón?
Miryam se quedó observando el plato, inmóvil y absorta, como si el mundo a su alrededor hubiera desaparecido. Doña Adriana comprendió que la joven desconocía la leyenda y continuó:
—Es un enano que viste una capa negra que lo envuelve por completo, un sombrero de ala ancha, y que toca la guitarra durante la noche… ¿lo has visto alguna vez?
Miryam levantó lentamente la mirada y asintió con la cabeza.
—Pues ese es el Sombrerón —dijo doña Adriana, con expresión seria y preocupada—. Lo sé porque yo también lo he visto. ¿Cuándo te ha visitado?
La joven levantó una mano temblorosa y, con los dedos, indicó que hacía tres noches.
Doña Adriana se llevó una mano a la cabeza y, con voz ronca, le dijo:
—Te contaré la vez que el Sombrerón llegó por primera vez a esta casa.
Esta historia ocurrió cuando yo era joven — dijo, dejando escapar un suspiro —. Llevaba el pelo suelto y tenía varios pretendientes, quizá por mi belleza o por mi familia adinerada.
Dormía en la habitación en la que ahora tú te hospedas. Algunos solían traer músicos para darme serenatas, pero nunca abría la ventana… excepto una vez.

Esa vez fue diferente: el que yo creía era un pretendiente no cantaba, solo lanzaba piedrecillas a la ventana. Así fue durante tres noches. La gente empezó a murmurar que el Sombrerón merodeaba cerca de mi casa. Todos los pretendientes desaparecieron, pues la leyenda decía que, si el Sombrerón le llevaba serenata a una muchacha, mataría a todo aquel que la pretendiera.
Yo no conocía esa leyenda y, molesta por no poder dormir, decidí abrir la ventana dispuesta a echarle un balde de agua al atolondrado que me despertaba a medianoche. Pero me sorprendí al ver al guitarrista: era un enano vestido completamente de negro, con una capa que lo cubría y un sombrero tan grande que le tapaba el rostro. Iba montado en una mula negra de ojos rojos.
Sentí un susto terrible al ver a tan extraño jinete, pero por alguna razón no podía moverme ni apartar la vista. El enano levantó el sombrero y dejó ver su rostro: parecía cansado, con profundas ojeras. Rasgueó su guitarra una vez y luego empezó a tocar; no cantaba, solo sonreía mientras hacía sonar las cuerdas.
De repente, amaneció, y con los primeros rayos del sol, el Sombrerón se marchó lentamente montado en su mula. Yo había pasado toda la noche despierta, escuchando su música sin poder dormir. Así fue por dos noches. No fue hasta la tercera que el hechizo del Sombrerón surtió efecto: no podía dormir ni probar bocado, hasta que muriera de inanición.
Mis padres, al verme así, me llevaron a un convento para que me atendieran, pero las monjas no encontraron enfermedad alguna. Fue entonces cuando la monja más anciana escuchó mi historia y decidió ayudarnos. Ella conocía la leyenda del Sombrerón y dijo:
—La joven que aquí me traen está bajo el embrujo del Sombrerón. Se cuenta que fue un hombre de baja estatura y de un sombrero enorme que pretendía a una mujer adinerada. Pero ella estaba comprometida y no le hizo caso. Por ello, el Sombrerón mató a su prometido lanzándolo a un pozo, y luego le llevó serenata a la mujer. Pero ni siquiera entonces le prestó atención. El pueblo, al enterarse de su crimen, lo expulsó, y desde entonces vaga por las noches, condenado a tocar serenatas a las muchachas de cabello largo. Quien lo escucha queda embrujada y deja de comer y dormir hasta morir.
Mis padres suplicaron ayuda, y la monja les indicó que debían encerrarme en una habitación. Yo, por mi propia voluntad, debía permanecer en el cuarto sin abrir la ventana para escuchar al Sombrerón. La única condición era que la puerta debía mantenerse cerrada durante la noche, y nadie debía abrirla hasta que yo saliera por mi cuenta.
Al anochecer, me encerraron en una habitación. Como de costumbre, el Sombrerón llegó con su guitarra, pero esta vez su música era más fuerte y me provocaba un dolor extraño, haciéndome desear abrir la ventana. Sin embargo, resistí y logré mantenerme toda la noche sin mirarlo. Así fue como sobreviví al embrujo de aquel personaje.
Cuando terminó de contar la historia, Miryam, por fin, pronunció palabra, aunque tartamudeando:
—Yo… no podré aguantar toda la noche…
—Despreocúpate —dijo doña Adriana, dándole un golpecito en el hombro y con una ligera sonrisa—. Confío en que tú también sobrevivirás al Sombrerón.
Así pues, Miryam fue llevada a una nueva habitación. La puerta fue sellada desde adentro y la muchacha quedó encerrada. A medianoche, cuando escuchó la guitarra del Sombrerón, intentó abrir la ventana, pero estaba sellada desde afuera. Los clavos impedían mover el marco, y así logró resistir toda la noche.
Al día siguiente, mientras Miryam desayunaba con apetito, le preguntó a doña Adriana:
—¿Pero por qué funcionó que usted sellara las ventanas? ¿Eso no cuenta como ayuda?
—Esas ventanas fueron selladas antes de que tú llegaras —respondió doña Adriana—. El viento las abría y las golpeaba constantemente, por eso mandé a Gustavito a sellarlas.
—¡Es verdad! —dijo Gustavito desde el corredor—. ¡Yo mismo me martillé un dedo mientras lo hacía!
—Entonces no cuenta como ayuda —respondió doña Adriana con una sonrisa.
Y esa es la historia de cómo el Sombrerón se llevaba a las jovencitas que llevaban el cabello suelto o no se lo trenzan por las noches.