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Lesther Castellanos

Lesther Castellanos

El liderazgo político como esencia del ser humano en la función pública

23 de septiembre de 2025/en Opinión/por Lesther Castellanos

Por Lesther Castellanos Rodas

La política no es un privilegio reservado para las campañas ni para los partidos, sino la condición inevitable de toda vida en sociedad. Aristóteles lo decía con crudeza: somos zoon politikon, animales políticos. Y eso significa que cada decisión, cada acción, incluso cada omisión, es política. En Guatemala, sin embargo, muchos funcionarios siguen creyendo que pueden esconderse tras la neutralidad burocrática, como si la inacción fuera menos comprometedora que la acción. No hay nada más falso: callar también es gobernar, callar también es decidir.

Ernst Jünger, en El emboscado, retrata al hombre que resiste desde su libertad interior frente a un sistema impersonal y asfixiante. Ese es, en esencia, el verdadero líder político: alguien que entiende que aunque esté rodeado de adversidad y tentaciones, no puede entregar su voluntad ni su criterio a la comodidad del conformismo. El funcionario que actúa sin conciencia de esto termina siendo una pieza más de la maquinaria, cuando el país necesita liderazgos que incomoden, que se atrevan a pensar y actuar con independencia y valentía.

Aquí entra un punto crucial: la rendición de cuentas. No basta con cumplir con los controles administrativos, jurídicos o judiciales. Dar cuentas es también un acto profundamente político, porque implica salir del escondite, mirar a los ojos al ciudadano y asumir la responsabilidad de lo que se hace y de lo que no se hace. Dar la cara es, quizá, el acto más político de todos.

Porque los líderes estamos llamados a resolver, no a abstraernos. Aunque no seamos los culpables de los problemas heredados, nuestra responsabilidad es enfrentarlos. De lo contrario, nos convertimos en lo que podríamos llamar “legisladores de ventanilla”: personajes que sellan documentos, que dan trámite sin trascendencia, sin comprometerse, sin arriesgar nada. Pero Guatemala no necesita burócratas ni ventanilleros; necesita políticos y profesionales serios, responsables e independientes. Líderes incómodos, si se quiere, porque solo incomodando se mueve la historia.

Y conviene recordarlo con franqueza: el idiota con iniciativa es la peor clase de idiota. No solo porque es idiota, sino porque además arrastra a otros con su iniciativa mal encauzada, a ser idiotas. Lo decía con ironía Nicho Hinojosa: los idiotas son mayoría… y hasta eligen presidentes. Y, citando a mi buen amigo y jurista Edwin Melini: el idiota con iniciativa no entiende que no entiende. Esa es la tragedia de muchos liderazgos mediocres: ni saben, ni reconocen que no saben, pero insisten en decidir.

Pero este problema no surge de la nada. Como bien advierte Agustín Laje, vivimos en una sociedad adolescente, una generación de cristal que se niega a hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. La inmadurez se convirtió en norma, incluso en la política. Y así encontramos funcionarios que, aunque sean líderes de nombre y de cargos, actúan como adolescentes de pensamiento: se justifican diciendo “no es mi culpa”, y con ello creen que no tienen por qué resolver los problemas. Como en aquella canción que dice “si no me acuerdo, no pasó”, piensan que omitir la verdad es lo mismo que no mentir. Y lo tratan de maquillar con discursos correctos, como si la omisión fuera inocencia.

Es lo mismo que pasa en casa cuando un niño, como mi hija, ve una basura tirada en el piso y decide no recogerla porque no fue ella quien la tiró. En su lógica, está haciendo lo correcto porque “ella no ensució”. Pero el resultado es el mismo: la basura sigue ahí. Esa es la inmadurez emocional que, cuando trasciende al ámbito político, se convierte en una tragedia para el país. Líderes que se sienten orgullosos porque no causaron el problema, pero incapaces de enfrentarlo y resolverlo.

El miedo a la crítica, a descubrir las verdades internas, a desnudarse frente a la sociedad, es lo que más aterra a esta generación de políticos adolescentes. Les asusta mostrarse como lo que realmente son: falsos. Y aunque intenten dar una fachada de seguridad, ese disfraz siempre termina cayéndose. Porque lo que no se asume con honestidad, lo que no se resuelve con valentía, no se puede esconder.

Ahora bien, cuando alguien logra trascender todo esto y convertirse en un verdadero político, no en un burócrata, no en un adolescente con corbata, aparece lo que podríamos llamar la “paradoja chapina del buen político”. Ese político que no es Superman, que no tiene poderes mágicos, pero que trata de hacer bien las cosas, enfrentando los problemas propios y los heredados, es precisamente al que más atacan. Y lo atacan no porque lo haga mal, sino porque lo hace bien. Lo atacan desde sectores que, en su mayoría, se ubican en la izquierda ideológica, porque en el fondo saben que ellos no podrían hacer lo mismo. Y como bien decimos en buen chapín: la envidia es perra.

Triste, pero cierto: la sociedad castiga con más dureza al que intenta resolver que al que nunca se atreve. Y no es algo nuevo. Así fue con Sócrates, cuya mayor condena fue el más cruel de los bullyings políticos: su muerte. No lo condenaron porque mintiera, ni porque se escondiera, sino porque dijo la verdad y porque incomodó a los poderosos de su tiempo. Sócrates entendió, y pagó con su vida, que la tarea del verdadero político y del verdadero filósofo no es agradar, sino cuestionar. La cicuta no fue más que la forma en que la sociedad de su época castigó a un hombre por atreverse a hacer lo que los demás no podían.

Ese ejemplo, llevado a nuestro tiempo, ilumina la paradoja chapina del buen político. El líder que decide enfrentar los problemas, dar la cara, y rendir cuentas de sus actos, termina siendo el más golpeado, el más despreciado por quienes jamás se atreverían a asumir esa carga. Pero precisamente ahí radica su valor: si lo atacan es porque hace lo correcto, porque refleja con su ejemplo las carencias de quienes lo critican.

La diferencia entre un burócrata y un líder está en entender que todo acto tiene consecuencias políticas. No hay neutralidad posible. El funcionario que asume esa verdad, que rinde cuentas no por obligación sino por convicción, que incomoda porque piensa con independencia, se convierte en un verdadero político. Y al final, la pregunta que debemos hacernos es simple: ¿queremos seguir siendo una nación gobernada por idiotas con iniciativa y políticos adolescentes de pensamiento, o construiremos un país liderado por hombres y mujeres conscientes de que cada acción, y cada omisión, es política en su máxima expresión?

Etiquetas: liderazgo, política
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