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El cazador y el sisimite: cuando el orgullo desafía la leyenda

19 de septiembre de 2025/en 24/7, Relatos/por redaccion247prensadigital@gmail.com

A veces el ser humano fanfarronea sobre lo que puede lograr. A veces, pensando de tal manera, se llega lejos. Pero en otras ocasiones, el no saber nuestros propios límites nos puede costar caro: aquellos que siempre intentan pasarse de listos tarde o temprano caerán.

Silvio Saravia

El protagonista de esta historia no tiene nombre. Nadie lo conocía o hablaba con él. Todos lo llamaban el cazador. Tal vez en algún tiempo tuvo conocidos, pero, con el paso de los años, la mayoría había abandonado el pueblo. Decían que no se podía sobrevivir ahí, que hacía tiempo no se cazaba nada.

Aun así, quedaban algunos ancianos, los que se negaron a marcharse. Ellos aseguraban que todo se debía al guardián de la selva, el sisimite, una criatura que era parte humana y parte animal, encargada de cuidar el bosque por cualquier medio, y decían que era algo primitivo, pero que se podía razonar con él.

En el pueblo aún resuenan historias antiguas de cazadores que habían pactado la cantidad de animales que se podían cazar en el bosque. Otras en cambio contaban que, cada cincuenta años, el sisimite raptaba a una mujer para que diera a luz al próximo sisimite, pero eso es un relato para otra ocasión.

Aparte de ser raro en apariencia, caminaba con los pies al revés: las puntas mirando hacia atrás. Cuando los pies van en dirección a la persona es que ya pasó por ahí, y cuando están en la misma dirección que la persona es que está detrás de ella.

Dicen que es el guardián del bosque y que, si alguien daña el bosque o las criaturas que en él viven, el sisimite se encargará de que nunca se encuentre al culpable.Algunas personas lo han visto o han escuchado de él en Petén, sobre todo en lo profundo de sus selvas. Este relato tiene lugar en las entrañas de la selva petenera.

Años atrás, en aquel pueblo donde vivía el cazador, a la gente le encantaba la carne de venado, y el cazador de esta historia lo sabía; por ello siempre cazaba grandes cantidades.

Pero un día, al adentrarse en la selva, no encontró ni un solo venado. Estaba cansado de ver los mismos árboles que siempre veía; podía diferenciarlos, pues había pasado mucho tiempo en aquellos senderos.

El día se estaba acabando y la noche por comenzar. Entonces el cazador reunió ramas para encender una fogata. Las del suelo estaban húmedas, pero él conocía un secreto: si se quitaba la corteza con una navaja, el interior de la rama permanecía seco.

Era imposible encender un fuego en aquella tierra mojada. Sin embargo, con una piedra comenzó a escarbar hasta descubrir una capa rocosa debajo. En ese hueco improvisado colocó las ramas y con un pedazo de mecha que siempre llevaba consigo encendió una fogata y se acostó a la par del fuego.

Pero no logró descansar: sentía que alguien lo observaba. Se levantó varias veces en la noche para buscar quién era, pero no encontró a nadie; no pudo dormir por tal paranoia. Al amanecer, frente a él, se encontraba un venado. El cazador, lentamente, llevó su mano a su bota y sacó un cuchillo.

El animal lo miró con unos ojos hipnóticos, pero nada detuvo al hombre y con un movimiento rápido, lo hirió en una pata. En ese momento, el venado, se echó a correr, aunque no muy rápido pues la herida fue profunda.

El cazador tuvo tiempo de cargar su escopeta, y antes de que el venado se perdiera en la selva, logró atinarle una bala en el muslo. El venado cayó al suelo a causa del dolor. El cazador se acercó al animal agonizante y lo remató con una bala para quitarle el sufrimiento y terminar su tarea.

Al regresar con aquel trofeo, sintió el viaje más rápido. Lo que antes habían sido dos días, se había reducido a horas. Aunque parecía menos tiempo, cuando llegó a su cabaña ya había oscurecido.

Al abrir la puerta para entrar, con el animal cargado en los hombros, cuando un escalofrío le recorrió los huesos. De repente escuchó el viento silbar y las hojas de los árboles sacudirse, y oyó una voz profunda y ronca, como si un tronco se partiera, que dijo: «deja al animal en el suelo o tú serás el siguiente asesinado».

Al voltearse, vio al sisimite parado, no muy lejos de la cabaña. Parecía tan alto como un árbol, medía más o menos dos metros, y estaba cubierto de pelos desde la cabeza hasta los pies, semejando la apariencia de un mono cuyos pies estaban al revés, y sus rodillas estaban torcidas, pero no estaban separadas; parecía su aspecto natural.

El cazador lo miró durante un buen rato, y el sisimite volvió a hablar: «Ya has escuchado, deja al animal; no puedes llevártelo, excediste el límite de caza de tu gente. Nunca más cazarás en mi bosque».

El cazador sonrió y entre dientes dijo: «Yo no te daré más que balas».

Entonces el sisimite corrió entre zancadas a la puerta y el cazador, al ver esto, dejó caer el venado y la escopeta. A gatas entró a la cabaña y, de una patada, cerró la puerta en la cara del sisimite.

El sisimite golpeó la puerta varias veces; parecía que la iba a derribar. El cazador sacó su cuchillo de su bota y se puso de pie. Cuando los golpes cesaron, se asomó por la rendija y alcanzó a ver al sisimite agacharse sobre el animal.  Puso su mano sobre el vientre del venado, y el cazador vio cómo la mano del sisimite brilló con una luz verde. Lentamente, el venado se puso de pie y los dos regresaron al bosque.

El cazador fue a la cantina del pueblo y, borracho, se subió a una mesa y contó lo sucedido.

Desde la mesa, el cazador, con una botella en la mano, dijo: —¿Saben lo que me pasó ayer? Cacé un venado; después de un día buscándolo… ¿saben qué pasó con mi único venado, el que cacé en dos días? ¡No lo creerán! Una bestia peluda de dos metros, cubierta de pelo, se lo llevó y me dijo que no vuelva a cazar. ¡A mí, al cazador! No lo puedo creer. ¿Saben qué voy a hacer? Le clavaré un puñal en el corazón.

—Ten cuidado, cazador — le dijo un hombre más joven —. Esa bestia es el sisimite.

—¿Y tú qué sabes? Si eres apenas un niño —respondió.

—Soy el nieto del anciano que contaba las leyendas en el pueblo y él me contó la del sisimite: cuando las huellas de sus pies caminan hacia ti, se está alejando; y cuando se alejan, es que está cerca. Si quieres darle caza y fracasas, debes saber que para escapar de él tienes que caminar al revés sin voltear a ver. Pero te advierto que mejor te vayas del pueblo y busques otro bosque en el cual cazar.

El cazador escuchó atento el consejo del joven, pero no hizo caso a la recomendación de que irse a otro bosque. Según él, podía ganarle al sisimite: no supo cuándo parar. La mañana siguiente preparó su escopeta, su cuchillo, se puso sus mejores botas y su sombrero.

Caminó por mucho tiempo, pasó varios días en el bosque y no encontró nada, hasta que llegó al punto donde había matado al venado que había revivido. Lo supo porque la sangre seguía allí, lo cual le extrañó, pero enseguida se agachó para oler la sangre y notó que estaba fresca.

Al levantar la mirada logró ver al sisimite parado enfrente de él, sin levantarse; disparó rápidamente, pero cuando disparó, el sisimite ya no estaba allí. Siguió caminando, y cada paso que daba se hacía más pesado; sus ojos se cerraban. Había caminado durante horas, pero no terminaba el día. Entonces vio una roca grande en forma de serpiente y se sentó en ella. Entonces, de la selva salió el sisimite y se abalanzó dando un salto hacia él.

Cuando estaba a punto de ponerle las manos encima , un jaguar lo frenó en seco, botando a la bestia. El sisimite le pegó una patada en el lomo al jaguar, pero el jaguar le mordió la pierna. El sisimite aulló de dolor y agarró una piedra y se la lanzó a la cabeza, pero el jaguar la esquivó y se lanzó a morderle el brazo.

El sisimite, con un trozo de obsidiana que encontró tirado en el suelo, rasguñó al jaguar y luego se fue saltando; mientras saltaba, el viento movía las hojas de los árboles y soplaba fuertemente. El cazador no podía explicarse de dónde había salido el jaguar.

Después de recobrar la cordura, volvió a caminar adentrándose en el bosque; el jaguar lo seguía de cerca, y el cazador, aunque se percataba de su presencia por alguna razón que hasta él desconocía, no se inquietaba.

Frente al cazador, el bosque se oscureció, y antes de entrar en aquella zona se tropezó con una piedra que tenía una inscripción: «D.F. fatal, destino», escrita bruscamente. Esta piedra supuso que la hizo algún bromista y la tiró al suelo.

En ese momento el jaguar saltó y voló sobre él para caer enfrente; y cuando estuvo enfrente le rugió al cazador, que se preparó para disparar, y el jaguar se paró en dos patas y, poco a poco, se transformó en el joven de la cantina.

—Yo no soy el hijo del viejo que contaba las leyendas del pueblo; yo soy tu nahual, y te advierto que si entras a ese bosque no te podré proteger. Esa parte del bosque es el dominio del sisimite y yo no puedo entrar; estarás por tu cuenta —dijo con una voz semejante al rugido de un jaguar, y se volvió a transformar para desaparecer en la selva.

El cazador sabía que había llegado a su límite de capacidades, pero el orgullo lo cegó y lo hizo adentrarse en el bosque. Los árboles estaban secos, las hojas marchitas y el sol no se podía distinguir, pues había demasiada oscuridad; el cazador sentía angustia: no sabía dónde estaría el sisimite ni cómo encontrarlo.

De repente escuchó que el viento silbaba atrás de él y se partían muchas ramas a su alrededor; entonces sintió que algo se le lanzó encima, y se tiró al suelo muerto de miedo. Y cuando alzó la vista vio a muchos venados correr, pasando sobre su espalda.

Cuando se levantó sentía una mezcla de ira, de temor y de impotencia, como si una manada de venados lo hubiera espantado a él, el cazador. Entonces un último venado saltó; el cazador lo miró desde arriba: era una cría, iba a desquitar su furia contra él, pero en ese momento se acordó de que no le gustaba matar a los venados; solo lo hacía porque de eso vivía. Entonces espantó al venado, haciendo el gesto de que lo iba a patear.

En ese momento vio las huellas del sisimite acercándose a él. Siguió el rastro hasta toparse con un árbol que tenía una mano roja impresa en el tronco. Era la mano gigantesca del sisimite. El cazador creyó que era sangre y al olerla, se percató de que era pintura. Pero no dejó de darle miedo.

Cada vez el lugar era más oscuro, pero por alguna razón lograba ver las huellas del sisimite. Caminó por un largo tiempo hasta que, a lo lejos, divisó la figura sombría de la criatura, que con la cabeza agachada, lanzó un aullido de dolor y, dando zancadas, se acercó a gran velocidad al cazador, que disparó muchas veces, pero ninguna le hizo daño al sisimite; entonces empezó a caminar hacia atrás y el sisimite se desvaneció como si fuera humo.

Mientras caminaba escuchaba al sisimite decir: «Si volteas para atrás te salvarás y no te mataré».

Pero el cazador recordaba que su nahual le dijo que no volteara. ¿Cuánto más podrá aguantar el cazador caminando de espaldas y por la oscuridad?…

Etiquetas: cazador, leyendas, Petén
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