La batalla cultural: ¿y si ya estamos perdiendo sin pelear?
Por Lesther Castellanos Rodas
Alguna vez la entendimos con cuentos simples: los buenos contra los malos, policías contra ladrones, derecha contra izquierda, libertad contra control socialista, familia contra Estado, lo privada contra lo público. Así, en blanco y negro. Pero la llamada “batalla cultural” es mucho más que eso: es una guerra silenciosa, transversal, que se libra en las escuelas, en las redes sociales, en los medios, en el lenguaje y hasta en el cine infantil. No es solo política, es existencia misma. Y no es nueva. Simplemente la llamamos distinto en cada época. Hoy la guerra ya no es con balas, sino con narrativas.
El problema no es que la derecha la esté perdiendo. El problema es que ni siquiera la está peleando. No la nombra, no la asume, no la entiende. Nos pasamos años creyendo que el “progreso” era inevitable, que bastaba con trabajar duro, cuidar a los hijos, pagar impuestos, y que las cosas buenas, la propiedad privada, la libertad de expresión, la familia, la patria, se defenderían solas. Craso error. Porque mientras la derecha produce, la izquierda adoctrina. Mientras unos construyen, otros deconstruyen.
Muchos aplauden que “la izquierda pierde siempre”. ¿De verdad? Pierden guerras, sí. Pero ganan después las aulas. Pierden elecciones, pero ganan los currículos. Pierden en las urnas, pero ganan en TikTok, Netflix y las ONGs. ¿Quién está ganando entonces?
Ahí están los ejemplos: los nazis, sí, los nacionalsocialistas (izquierda) pierden la Segunda Guerra Mundial, pero la Guerra Fría inaugura otro tipo de socialismo: el soviético-comunista, que cae, pero da paso al Foro de São Paulo, que hoy mutó en progresismo globalista, en ideología woke, en culto a la victimización y a la fragmentación social.
¿Resultado? La libertad retrocede, pero no porque nos la quiten… sino porque no la defendemos.
Y hay quienes ya lo entendieron. Donald Trump, con todos sus excesos, fue el primero en plantarse frente a ese nuevo totalitarismo disfrazado de corrección política. Javier Milei en Argentina gritó lo que muchos pensaban en silencio: que el socialismo no solo es empobrecedor, sino esclavizante. Giorgia Meloni en Italia dejó claro que no piensa pedir perdón por defender a la familia, a la nación y a Dios. Ellos comprendieron que esta batalla cultural no se gana con tibieza ni con cálculo electoral. Se gana con coraje.
Pero aquí… aquí nos contentamos con ganar el partido, con sacar la nota mínima. Y lo demás, decimos, es vanidad. Ahí está el error. Porque mientras creemos que lo esencial ya está asegurado, la ideología avanza y ocupa espacios. No se trata de discursos floridos ni de retórica vacía. Se trata de comprender que esta batalla no solo es entre izquierda y derecha, sino también entre progresismo y conservadurismo. Pero sin duda alguna esta es una lucha mucho más profunda: es la libertad contra el control. Y no cualquier control: un control socialista, totalitario, absorbente, que ya no solo regula lo público, sino que pretende dictarnos qué pensar, qué decir, cómo educar, cómo amar… incluso qué comer.
Una agenda que no busca tolerancia, sino sumisión. Que no exige inclusión, sino aplauso obligatorio. Que no quiere coexistir, sino dominar. Porque todo lo que no es parte de su dogma, debe ser censurado, cancelado o ridiculizado. Lo peor es que lo hace con una sonrisa, con emojis, con lenguaje amable, disfrazado de derechos, de justicia social, de equidad climática, de salud mental, de género fluido. Todo parece compasivo. Pero detrás hay una maquinaria profundamente intolerante.
La clase alta cree que esto no va con ellos. Sus vidas están resueltas, sus hijos hablan cinco idiomas, estudian en el extranjero. No les preocupa el adoctrinamiento porque creen poder comprar inmunidad. Craso error. No se dan cuenta de que sus herederos podrían ser los primeros en denunciar su propio apellido. La clase baja sobrevive: está tan centrada en el día a día que esta guerra cultural le pasa por encima como un dron invisible. Pero la clase media… ah, esa es la gran trinchera.
La clase media es la que trabaja, estudia, produce y cría con esfuerzo. Es la que no tiene lujos, pero tampoco excusas. Es la que debería defender con más firmeza lo que ha construido. Pero también es la más agotada. Viene de jornadas extenuantes, de batallar con sistemas públicos colapsados, con educación mediocre, con trámites kafkianos. Y justo cuando empieza a ver el horizonte, se le pide que luche por principios. Y muchos, simplemente, bajan la cabeza.
Porque la clase media, que ya logró solventar sus necesidades presentes y ahora busca asegurar su futuro, es la que más tendría que estar alerta en esta batalla cultural. Pero llega fatigada. Ha trabajado tanto, ha sacrificado tanto, que empieza a ver sus metas como un marinero ve el horizonte: lejanas, inalcanzables, eternas. Y sin embargo, y esto es lo más trágico, muchas veces ya están ahí, ya lo lograron, ya alcanzaron ese horizonte que años atrás parecía un sueño… pero no lo notan. Se acostumbraron a mirar hacia adelante con angustia, y no se permiten mirar alrededor con gratitud. Y mientras se distraen, mientras dudan, mientras descansan… los otros avanzan.
Pero no podemos darnos ese lujo. Porque esta batalla cultural sí tiene consecuencias reales. Si no defendemos nuestras ideas, otros impondrán las suyas. Si no defendemos la familia, vendrá el Estado a criar a nuestros hijos. Si no defendemos la libertad, vendrá la igualdad forzada a expropiarla. Si no defendemos la propiedad, vendrán con el relato de la redistribución para quitárnosla. Y si no defendemos la verdad, el algoritmo decidirá qué podemos decir.
¿Queremos realmente entregar el futuro a quienes ven en la historia una cadena de opresiones, en la empresa una trampa, en el éxito una injusticia y en el mérito una ofensa?
Necesitamos despertar. Necesitamos asumir que esta batalla no se gana solo con ideas, sino con presencia, con narrativa, con valentía. Necesitamos medios, cátedras, libros, películas, redes, templos, familias y aulas donde la libertad se defienda no solo con razones, sino con pasión. Porque si seguimos callando, serán ellos los que hablen por nosotros… y ya sabemos lo que suelen decir.
No es tarde. Pero ya no es temprano.