¿Cuánto vale gobernar bien?
Berit Knudsen
El Consejo de Ministros elevó el salario presidencial de Dina Boluarte de 16,000 a 30,568 soles mensuales, incremento de 120 %, situando esta remuneración 30 veces por encima del salario mínimo, 1,130 soles. La decisión indignó a una población que sufre las secuelas de la recesión e inestabilidad política, con una presidenta cuya gestión no llega al 3 % de aprobación.
Si el sueldo comunica la jerarquía simbólica del cargo, las encuestas arrojan una imagen inversa: solo 3 de cada cien peruanos aprueban la gestión de Boluarte, mínimo histórico del Perú y el más bajo registrado para un mandatario democrático en el mundo. La brecha entre valoración y retribución lleva la discusión del presupuesto público al campo de la legitimidad política.
Fijar remuneraciones estatales en base al carisma sería un error. El Estado necesita atraer profesionales que vean en la administración pública una carrera competitiva y meritocrática. Hoy los mejores cuadros se dirigen al sector privado. El problema es la ausencia de criterios técnicos para justificar el incremento presidencial. ¿Por qué 120 % y no 150 %? El decreto carece de explicaciones metodológicas sobre estos criterios.
Comparar el sueldo de Boluarte con otros países de la región aporta cierto contexto. Los 10,000 dólares mensuales de Dina la ubican en segundo lugar en Sudamérica y cuarto en Latinoamérica, por debajo de Uruguay, Guatemala y Costa Rica.
Pero es superior al sueldo presidencial en Brasil, México, Argentina o Colombia, economías más grandes con mayor PBI, mostrando la ausencia de reglas que relacionen sueldos con dimensiones, desempeño económico y social.
La alternativa sería vincular el sueldo presidencial a la riqueza promedio de la población. Con el producto por habitante (PBI per cápita) equivalente a US$8,960 dólares como referencia, el Congreso puede establecer que la remuneración mensual del presidente deba ser igual al ingreso per cápita del año anterior. Así, si el país crece o la producción se reduce, el sueldo presidencial también.
Además, el debate público se centraría menos en aumentos, enfocándose en variables que miden crecimiento e impacto en la pobreza. Atar esta remuneración a un indicador agregado no resolverá el cáncer de la corrupción, pero enviaría tres señales. Reforzaría la transparencia, todo ciudadano podría verificar si el ingreso presidencial corresponde a datos oficiales. Motivaría a la dirección pública a cuidar la estabilidad macroeconómica, pues un tropiezo impactaría directamente en sus bolsillos. Abriría vías para escalas salariales coherentes para el Ejecutivo, alineando incentivos.
El Estado debe pagar bien para exigir resultados, pero un ingreso alto sin compromisos es privilegio puro. El Congreso puede replantear el esquema retributivo de la administración central con principios de evaluación por resultados: metas verificables en reducción de pobreza, mejora en la inversión pública y calidad de servicio. El desembolso no se justificaría por coyunturas electorales o comodidad del momento, sino por impactos tangibles en la vida de los peruanos.
El aumento aprobado para Dina Boluarte no es un error de cálculo político; es parte de la cultura institucional que confunde el poder con una chequera. Vincular el salario presidencial al PBI per cápita como meta de desempeño no es una solución mágica, pero relacionaría la capacidad del Estado para generar prosperidad. En un país con desconfianza crónica, aplicar reglas claras y transparentes podría reconciliar la aritmética del poder con la aritmética ciudadana.