Los infortunios de la moral
Javier Payeras
Inventario es un sustantivo que viene del latín inventarium y que se deriva del verbo invenire (encontrar o hallar), extraña mutación de ser una acción para transformarse en un resultado, el recuento de lo que queda a nuestro favor y la enumeración de lo que juega en nuestra contra. Quienes hemos realizado este ejercicio sabemos que requiere un enorme esfuerzo, sino valentía, discernir con toda crudeza el resultado de lo que somos. En el libro El existencialismo es un humanismo, encontramos la frase más famosa de Jean Paul Sartre “Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”. ¡Bárbara sentencia para definir los contornos de una vida hecha con restas y sumas! Aquí está, pues, el inventario que construye lo humano, con su flexible moral y su cambiante imperfección.
“Un inventario moral de nuestras acciones”es el cuarto paso dentro de un programa de rehabilitación para adictos. Algunos coincidimos de que es el paso más difícil porque hace necesario el autorretrato que nos despoja del papel de víctimas y nos obliga a revisamos con toda claridad. Entre más equivocados estamos, más difícil es tomar el camino correcto, es decir, nos hemos acostumbrado tanto a usar la máscara que termina siendo nuestro único rostro. No existe liberación para quien asume el rol de la víctima. En este trance del narcicismo, la moral es la más seductora vía de aceptación, siempre buscando el conjunto y anulando al individuo.
La moral no existe sino es a partir del otro, del opresor. El que somete es una entelequia sin voz propia que debe ser cancelada porque representa el estado más puro del abuso y la maldad. La moral es propiedad de la víctima, es por eso que su sombra es tan grande; mientras estamos dentro del manto de protección del victimismo tenemos garantías de que podemos romper cualquier principio que critiquemos, porque nuestra carta de presentación es el dolor transcurrido en el pasado por culpa de otros, así damos forma a las atrocidades y las infinitas razones para nuestra venganza. Exigimos los privilegios que nos ha sido negados, lo que nos transforma en la multitud, en el caudillo y en el justiciero moral que representa de forma optimista al futuro.
La mass media ocupa el rol de intermediario entre lo correcto o lo incorrecto, pero nunca amplía su abanico de posibilidades a las ideas verdaderamente disidentes, porque es una suerte de simulador de vuelo para quienes han crecido en los últimos cuarenta años bajo su tutela. El panóptico ya no es el enemigo, no es el centinela dispuesto a abrir fuego si intentamos escapar de la prisión; es en realidad el confesionario al que asistimos voluntariamente, tal como en los reality shows de la década de los noventa, donde la intimidad era un espejo poblado por millones de espectadores cargados de morbo e impulsos por demás extremos. Hoy añadimos una vieja historia al mundo contemporáneo, lucirnos moralmente impolutos frente al dudoso espejo que nos refleja; el espectador dictamina y sentencia, asumimos que al igual que en The Truman Show[1] a cualquier hora del día siempre existirá un público y que en realidad todo el objetivo de nuestra vida es convencerlo, mostrando nuestra cara presentable, nuestra verdad editada; no mentimos sino que ocultamos y así mantener nuestra estatura moral de jueces y verdugos. El absolutismo de la imagen por encima del argumento, la desintegración de los méritos a favor del clickbait, que aumenta en la medida en que logramos destruir reputaciones, tal como sucede con la máquina del fango, que Umberto Eco satiriza en su novela Número Cero.
Steven Pinker nos da esta reflexión “La violencia se considera moral, no inmoral: a lo largo de la historia, se ha asesinado a más personas para imponer la justicia que para satisfacer la codicia.”, hasta aquí el papel no reconciliador de los justicieros sociales, cuando en la producción artística se acude al discurso, al panfleto, al frote contra la mala conciencia… se reafirma únicamente el ego punitivo del que expone, es la transformación de los pronombres: Yo a cambio del Nosotros. Entre la moral y la ciencia, entre la moral y la realidad, entre la moral y los matices, siempre se exigirá ponerse del lado de la moral para evitar la humillación, el desprecio y la deslegitimación del grupo. Es curioso que en una época en la que se han ampliado los márgenes de la comunicación, exista una enorme cantidad de personas que asumen su derecho a la opinión sin filtros de calidad o autoridad, sin embargo, no encontramos más que ideas que en absoluto vulneran al status quo ni se transforman en acciones revolucionarias, al contrario, cada día se suman más rebeldías agenciadas que trabajan para quienes siempre ponen las reglas del juego. La fantasía de politización que tiene la creación y el pensamiento hoy en día, en realidad ha tribalizado y segmentado los enunciados al disfrazarlos de ejercicios éticos, cuando en realidad el único que tiene garantizada su plena satisfacción ante las acciones de denuncia y exposición de los males del mundo, es el que se construye una carrera a partir de todo ello.
En un mundo de cuotas que se venden por paquete dentro de los espacios culturales y políticos, es más que necesario el análisis, el inventario de nuestras acciones ante las múltiples paradojas que nos propone la “moral” como la omnipresente propaganda que, como el viejo fascismo primitivo, recicla sus carteles. ¿Será que por primera vez en muchos siglos el arte está trabajando para una dictadura suave y efectiva?
No me cabe duda que la mejor forma de destruir la construcción de una sociedad menos desigual es agudizando las contradicciones de quienes buscan el bien común. No existen personas rectas ni impecables, el dedo que señala a otros únicamente busca escapar de ser señalado. La imperfección se pule más no se elimina, es ahí donde uno acude a los poetas, en este caso a Rabindranath Tagore que menciona en uno de sus artículos: “Si cierras la puerta a todos los errores, también se quedará afuera la verdad”.
[1] El show de Truman (Una vida en directo) es una película dirigida por Peter Weir en 1998