¿Y ahora quién manda? Cuando la soberanía nacional se entrega con un decreto
Por: Dr. Lesther Castellanos Rodas
Constitucionalista, defensor de derechos humanos y eterno creyente en que la Constitución todavía significa algo.
Hay decisiones que se toman con tanta arrogancia silenciosa, que uno pensaría que en lugar de un acto jurídico se trataba de una broma de mal gusto. Como cambiarle el sabor al café presidencial sin avisar. Pero no. Esta vez no fue azúcar lo que se cambió. Fue soberanía. Lo que ocurrió recientemente no fue una cuestión menor: el presidente de la República retiró, por cuenta propia, sin consultar al Congreso ni a la Corte de Constitucionalidad, la reserva que Guatemala había hecho en 1997 al artículo 27 de la Convención de Viena sobre los Tratados.
Para ponerlo en términos simples: Guatemala dijo en 1997 “yo firmo este tratado, pero si algún artículo va contra mi Constitución, yo me reservo el derecho de no cumplirlo”. Es decir: “Firmó pero con dignidad. Porque mi Constitución no es papel recicable”. Esa reserva era nuestro paracaídas, nuestra carta bajo la manga, nuestro escudo frente al ímpetu del derecho internacional cuando este se mete en lo que no le toca. Y es que el derecho internacional puede ser muy elegante, pero también muy invasivo. Por eso, con esa reserva, se blindó la primacía constitucional. Era nuestra cláusula de escape, el botón de emergencia. Pero el presidente lo arrancó como quien arranca una etiqueta molesta de una camisa nueva. La acción del presidente equivale a que un notario público, después de protocolizar un testamento, decida modificarlo por cuenta propia… porque le pareció más moderno. Así de grave.
La Constitución no es un papel decorativo. El artículo 204 de la Constitución es claro como el agua (aunque algunos prefieren verla turbia): “Los tribunales de justicia en toda resolución o sentencia observarán obligadamente el principio de que la Constitución de la República prevalece sobre cualquier ley o tratado.” Y aquí está el núcleo del problema: el artículo 27 de la Convención de Viena dice que ningún Estado puede invocar su derecho interno para no cumplir un tratado. En pocas palabras: “Lo internacional manda, lo tuyo obedece”.
La Corte de Constitucionalidad ya se ha pronunciado con claridad sobre el lugar de la Constitución frente al derecho internacional:En el Expediente 1564-2005, la Corte afirmó con contundencia: “Los tratados internacionales tienen jerarquía superior a la ley ordinaria, pero no pueden estar por encima de la Constitución de la República.” Y en el Expediente 3349-2007, estableció: “La política exterior no puede ejercerse en contravención a los principios fundamentales del orden constitucional.” A estas frases les deberíamos poner marco de bronce en las entradas del Ejecutivo y la Cancillería. Porque parece que algunos funcionarios no las leyeron, o si las leyeron, las entendieron como sugerencia y no como jurisprudencia.
Pero para aquellos que les gusta más los fallos internacionales, déjeme decirles que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, también respeta las formas y ha reconocido, aunque en otro contexto, que los actos unilaterales de los Estados deben observar el principio de legalidad interna. En el caso Gelman vs. Uruguay (2011), la Corte señaló: “Las decisiones del Poder Ejecutivo no pueden ignorar los controles democráticos ni sustituir las funciones legislativas.” Y en Caso Lagos del Campo vs. Perú (2017), expresó: “La aplicación de normas internacionales no puede hacerse en perjuicio de las garantías constitucionales del orden interno.” Es decir, el derecho internacional no habilita golpes blandos desde el Ejecutivo. Tampoco sustituye la voluntad popular expresada por el Legislativo. Las formas, incluso en el derecho internacional, importan.
Aunque las advertencias sobre este camino parecieran proféticas, y aunque nadie tenga una bola de cristal para anticipar con precisión cómo se manifestarán sus efectos, en el mundo jurídico hubo voces lúcidas que lo previeron. Una de ellas, con la precisión de un cirujano conceptual, fue la de Juan Antonio García Amado, quien nos advirtió sobre un fenómeno tan sutil como devastador: la difuminación de las fuentes del derecho. ¿Y qué significa eso? Que el derecho, tal como lo conocimos, deja de tener estructuras claras, jerarquías normativas definidas y fuentes precisas. Todo vale. Todo se interpreta. Todo se mezcla. Ya no importa tanto de dónde viene la norma, ni quién la emite, ni si fue democráticamente adoptada o constitucionalmente compatible. Lo importante es que suene bien a los oídos del juez, que se ajuste a una idea abstracta de justicia, aunque esté divorciada de nuestro ordenamiento.
En ese caos elegante de normas flotantes, se diluye el valor de la ley nacional, se relativiza la Constitución, y se absolutiza el tratado internacional, aunque no haya sido debidamente ratificado, aunque contradiga nuestras normas más sagradas, aunque no refleje nuestras costumbres jurídicas ni valores culturales. El derecho deja de ser un sistema coherente y se convierte en un buffet normativo, donde el juez, particularmente el juez seducido por lo cosmopolita del derecho, escoge el tratado o convención que mejor se adapta a su sensibilidad personal o a los vientos internacionales del momento. Como señala con agudeza García Amado: “La difuminación de las fuentes convierte al sistema jurídico en un espacio sin fronteras normativas, donde la seguridad jurídica se sacrifica en el altar de la moral internacional.”
Y así estamos hoy. En el país, el juez local, enfrentado a un caso concreto, ya no recurrirá como primera fuente al derecho positivo nacional ni a la Corte de Constitucionalidad. No. Preferirá citar a la Corte Interamericana o a una observación general de un comité de la ONU (no olvidemos la oportuna visita de Margaret Satterthwaite o de Almagro). Aplicará el tratado de París antes que el Código Procesal, Civil o Penal. ¿Y la Constitución? Se consultará, si acaso, para ver si aún tiene tinta, pero no para dictar justicia.
Esta realidad es especialmente grave para la población. Porque el ciudadano común no es parte de esa conversación globalista, no tiene acceso al lenguaje técnico de los tratados, ni puede prever qué tratado desconocido le será aplicado por el juez de turno. Así, la justicia se vuelve un juego de adivinanzas, una ruleta interpretativa. Lo que ayer era derecho, hoy ya no lo es. Y lo que hoy se aplica, mañana puede ser ignorado por “superado” o “insuficientemente convencional”.
Lo más alarmante es que ya no se trata de una discusión entre juristas, sino de una amenaza concreta para la seguridad jurídica de los ciudadanos. Porque cuando el juez ya no se rige por normas claras, sino por criterios fluctuantes tomados de cualquier rincón del mundo, la ley deja de ser una garantía para convertirse en una apuesta. Así se desmorona el derecho como sistema. Así se erosiona el pacto constitucional. Así se desvanece la república. El Congreso debe exigir la restitución de su función. La Corte de Constitucionalidad debe declarar inconstitucional ese acto. Y los juristas de este país deben alzar la voz. Porque si la Constitución ya no significa nada, entonces ¿para qué estudiamos Derecho? ¿Para interpretar convenciones que nos imponen desde Bruselas o Washington?
Lo que murió aquí no fue una reserva. Fue una forma de entender el derecho, la soberanía y la república. Y si no lo denunciamos, ese silencio será el epitafio: “Aquí yacen la Constitución y el Congreso de Guatemala. Murieron sin ser consultados. Causa de muerte: un decreto presidencial.”
¿Continuamos la república? ¿O mejor imprimimos el nuevo escudo nacional con estrellas europeas y membrete internacional?