El caos más hermoso del mundo
Por Lesther Castellanos Rodas
Aquí estamos, en este país donde todo tiene su propio ritmo, donde nada parece seguir las reglas, pero de algún modo todo sigue en pie. Donde la vida es un equilibrio perfecto entre el ingenio y la perseverancia, entre la risa y la resiliencia.
Me gusta la gente que hace que Guatemala funcione, no porque alguien se lo diga, sino porque es su forma de ser y lo llevan en su ADN. El que madruga con ganas, el que no espera a que le resuelvan ni que le facturen, sino que busca cómo salir adelante. Me gusta el tendero que fía sin miedo, la comadre del mercado que regala un poquito más “pa’ que le rinda”, el mecánico que arregla el carro con lo que tiene y el motorista que esquiva el tráfico con maniobras maestras, pero sin poner en riesgo su vida ni la de los demás, porque sabe que llegar seguro es más importante que llegar primero.
Me gusta la gente que no necesita discursos motivacionales ni libros de autoayuda, porque ya entendió que la vida es de lucha y de empuje. El campesino que convierte la tierra en vida, el albañil que levanta sueños en cada ladrillo, el comerciante que nunca cierra del todo porque sabe que alguien más necesita lo que vende.
Me gusta el político que entiende que su cargo es un servicio y no un trono, el empresario que comparte su éxito porque sabe que un país no crece con unos pocos ricos y muchos pobres, el abogado que busca justicia antes que clientes, el juez que resiste las presiones porque sabe que su firma cambia vidas. Me gusta el periodista que no se vende ni se esconde, que persigue la verdad y no el activismo, el maestro que enseña con pasión porque sabe que su aula es una fábrica de futuros, el médico que sana con vocación y trata a cada paciente como si fuera su propia familia. Me gusta el guatemalteco que se sube en un ladrillo y no se marea.
Me gusta el chapín que lleva a Guatemala en la sangre, el que se queja con el corazón en la mano, pero defiende su tierra con el alma. El que se fue buscando un futuro mejor, pero tarde o temprano siente el llamado de volver, porque hay cosas que no se pueden reemplazar: el aroma del café recién hecho, el calorcito de una tortilla recién salida del comal, el sonido de la marimba en el aire, el abrazo de una abuela que siempre espera con la mesa servida.
Y me gusta, aunque a veces no lo entienda, el campo de batalla digital en el que vivimos. Donde X es un ring de boxeo entre netcenters y politólogos de cafetería, donde los influencers en Instagram y TikTok juegan a ser la realeza guatemalteca, con vidas de catálogo, frases de autoayuda y filtros tan bien puestos que hasta el volcán de Fuego parece parte de la producción. Todos, en su incansable misión de convertir cada selfie en un manifiesto de éxito, mientras el resto debatimos si en realidad la vida se ve mejor con un #hashtag motivacional.
Me gusta la gente que convierte lo ordinario en extraordinario. La que sabe que, a pesar de todo, la vida aquí es más vibrante, más auténtica, más nuestra. Porque en Guatemala no vivimos solo por inercia, vivimos con intensidad, con esperanza, con ese espíritu que no se rinde.
Y al final del día, cuando el sol se despide pintando el cielo con atardeceres de película, cuando el aire huele a tierra mojada y el bullicio de la ciudad empieza a calmarse, lo sabemos:
¡Guatemala es impredecible, intensa, única… pero nuestra! ¡Y es un privilegio vivir en ella!