El absurdo profesional y la crisis del gremio jurídico
Por Lesther Castellanos Rodas
Si nos ponemos a filosofar, podríamos decir que la abogacía es tan antigua como la civilización misma. Desde los griegos hasta los romanos, pasando por la Ilustración y llegando a nuestro siglo XXI, el derecho ha sido la columna vertebral de cualquier sociedad que se precie de ser civilizada. Sin embargo, en algún punto de la historia reciente, la abogacía dejó de ser un ejercicio de intelecto y justicia para convertirse en un circo de mercadotecnia y burocracia absurda.
El abogado de antes tenía que saber de todo porque su misión era resolver problemas de manera integral. El de ahora, en cambio, te dice: “Eso no lo veo yo, pero tengo un colega que lo maneja”. Y cuando llegas con el colega, te remite a otro colega más especializado. En ese ir y venir, el problema sigue sin resolverse, pero la factura por honorarios crece exponencialmente. Se ha perdido la visión del abogado como solucionador de conflictos y se ha sustituido por la de un operador de trámites.
Hay un dilema profesional que nos está reventando en la cara y nadie quiere hablar de ello. Lo cierto es que casi todas las profesiones están en crisis. No una crisis de desempleo (aunque también), sino una crisis de credibilidad, eficiencia y eficacia. ¿La causa? Nos han robado la capacidad de pensar libremente con una globalización desbocada, una dependencia enfermiza de la tecnología y una generación que, en muchos casos, ha cambiado el esfuerzo por filtros de Instagram y frases motivacionales sacadas de TikTok.
Antes, el abogado era como un buen médico general: podía diagnosticar, recetar y, si era necesario, operar. Hoy, nos enfrentamos a una fragmentación absurda de la profesión. Ya no basta con ser especialista en derecho penal, ahora hay expertos solo en homicidios, otros en delitos financieros, otros en delitos de violencia contra la mujer, y así hasta que terminemos con un abogado exclusivo para casos de robo de celulares en el Transmetro. No es que la especialización sea mala en sí misma, pero cuando se usa como excusa para la incompetencia, se convierte en un problema.
Claro, podríamos caer en el lugar común de que “los jóvenes de hoy son más pendejos”, menos preparados y menos preocupados por una formación integral, mientras los veteranos éramos mejores. Pero eso sería una trampa. Ni la juventud es sinónimo de innovación y creatividad, ni la vejez garantiza experiencia y profesionalismo. Lo que sí es un hecho es que ahora tenemos un montón de profesionales con títulos colgados en la pared, pero sin verdadera sabiduría.
Yo mismo lo viví. Cuando comencé mi carrera, era un joven abogado con las mismas ganas de “comerme el mundo” que cualquier recién graduado. Los abogados mayores me miraban por encima del hombro. Mi respuesta fue simple: estudiar más y trabajar más. Doctorados, maestrías, diplomados aquí y en el extranjero. Pero hoy el esfuerzo no vale nada porque resulta que trabajar duro es “explotación capitalista heteropatriarcal opresora” (sí, con esas palabras). Mientras tanto, lo que sí ha prosperado es el marketing neuro-lingüístico, esa maravillosa habilidad de disfrazar la mediocridad con frases de autoayuda.
Recuerdo cuando fui juez de paz. Entraba a la sala de audiencias y las partes me preguntaban a qué hora llegaba el juez. Cuando subía al elevador exclusivo para jueces y magistrados, las juezas de la vieja escuela me escaneaban como suegra desconfiada. Al final, una se atrevía a preguntar: “¿Usted es juez, joven?” Y cuando respondía que sí, la sorpresa era evidente, porque seguro esperaban a alguien con canas y barriga.
¿Por qué cuento esto? Porque la falta de profesionalismo es real, y en el gremio de abogados lo vemos todos los días. No podemos generalizar, claro, pero haré el abuso de hacerlo. ¿Quién paga las consecuencias de tener abogados y notarios tiktokeros, facebookeros, mal preparados, acomodados y mercantilistas (en el peor sentido de la palabra)? Pues el ciudadano de a pie, ese que necesita justicia, asesoría o defensa y se encuentra con un “licenciado” que confunde jurisprudencia con trending topic.
Si hay algo que ha acelerado esta crisis de credibilidad en el gremio, es la llegada del abogado influencer. No me malinterpreten, las redes sociales son una herramienta poderosa, pero el problema es que muchos creen que tener seguidores es lo mismo que tener prestigio. El abogado influencer es un fenómeno digno de estudio sociológico. Se ha especializado en hacer de su profesión un espectáculo digital, con consejos legales de 30 segundos y tutoriales sobre “cómo salir bien librado de un juicio de alimentos” (pero con música de fondo de Bad Bunny). No importa si en la vida real jamás ha ganado un caso relevante o si su conocimiento del derecho se limita a lo que encuentra en Google, lo importante es que su discurso sea lo suficientemente superficial para volverse viral.
Hoy en día, muchos colegas han cambiado los libros de derecho por los algoritmos de Instagram. Creen que el éxito profesional se mide en likes y compartidos, en lugar de en sentencias ganadas y clientes satisfechos. Y lo peor es que el público también ha caído en esa trampa. Ahora, los clientes buscan abogados que “se vean bien en redes”, que usen frases motivacionales y que hagan videos con música de fondo inspiradora, en lugar de buscar profesionales con verdadero conocimiento y experiencia.
La globalización ha traído consigo un fenómeno curioso: la sobreespecialización. Ahora necesitamos tres secretarias para imprimir un memo, y tres sacerdotes para dar una misa. En el derecho ocurre lo mismo. Antes, un abogado todo terreno resolvía de todo. Ya lo dije, ahora hay especialistas en derecho penal, mercantil, administrativo, ambiental, bancario y, si seguimos así, terminaremos con expertos en “derecho del meñique de la mano derecha”. ¿Es necesario? Tal vez. ¿Es una forma elegante de bajar el nivel? Definitivamente.
Uno de los mayores problemas que enfrentamos hoy en el sistema de justicia es la burocratización extrema del derecho. Antes, el abogado era un estratega, alguien que pensaba fuera de la caja para encontrar soluciones. Ahora, el sistema ha convertido a muchos en simples tramitadores, en burócratas de escritorio que se limitan a llenar formularios y esperar a que la máquina judicial haga su trabajo.
El colmo de esta burocracia es que ni siquiera está diseñada para hacer justicia. Está diseñada para cumplir con procedimientos, sin importar si estos generan o no una solución real. Un abogado puede tener razón en su argumento, pero si no cumple con la formalidad más mínima, el juez lo desecha sin miramientos. Y ahí es donde la profesión se ha pervertido: en la creencia de que el derecho es solo una cuestión de procedimientos y de imagen pública y no de justicia real.
Norberto Bobbio lo advirtió sin saberlo: en la Edad Media, el problema era la falta de acceso al conocimiento; hoy, el problema es el exceso de información y la incapacidad de usarla con sabiduría. No sirve de nada un abogado que parece una biblioteca andante si no tiene idea de cómo resolver un problema de manera eficiente, eficaz y justa. Como bien dicen las abuelas, no es lo mismo saber mucho que saber usarlo.
La esencia del abogado es resolver problemas, no hacer gimnasias mentales ni disfrazar la incompetencia con palabrería vacía. La función del derecho es solucionar conflictos de manera rápida, legal y a un costo adecuado. Pero muchos en nuestro gremio han olvidado esto y han convertido el ejercicio profesional en un show de egos, con jueces, fiscales y abogados mareados con su propio poder, como si aplicar la norma jurídica fuera un fin en sí mismo y no un medio para posiblemente alcanzar la justicia.
Lo dijo Ricansen Siches: ¿De qué nos sirve aplicar la norma si no cumple su finalidad? ¿De qué nos sirve un abogado que no resuelve problemas? La respuesta es simple: de nada. Y mientras no lo entendamos, seguiremos viendo abogados con más seguidores que casos resueltos, jueces con más soberbia que sentido común, y clientes que, en lugar de justicia, reciben discursos motivacionales.
Mientras el gremio de abogados se entretiene con sus propios egos y batallas internas, la gran víctima de todo este desastre es el ciudadano común. El que necesita un abogado para resolver un problema de tierra, para evitar una injusticia, para defenderse de una acusación falsa. Para esa persona, no importa si el abogado tiene un millón de seguidores o si ha publicado diez libros, lo único que importa es que le resuelva el problema.
Y ahí es donde fallamos todos. Porque mientras los abogados sigamos atrapados en debates absurdos sobre especializaciones, mientras sigamos permitiendo que la mercadotecnia reemplace el mérito, mientras sigamos pensando que el derecho es un juego de tecnicismos en lugar de una herramienta de justicia, el ciudadano seguirá pagando las consecuencias.
Cualquiera que haya ejercido el derecho con verdadera vocación puede decir: el problema no es la falta de conocimiento, sino la incapacidad de aplicarlo con sabiduría. El derecho no es para hacer discursos bonitos ni para alimentar egos en redes sociales. El derecho es para resolver problemas, y hasta que volvamos a entender eso, nuestra profesión seguirá en caída libre. Y lo digo yo: dejemos al político hacer política y nosotros colegas dediquémonos a ejercer el derecho.