Stuardo Ralón: Convención de DH reconoce al sujeto, desde la concepción
A principios de diciembre, el constitucionalista Stuardo Ralón participó en la presentación de una obra que reúne un análisis sobre las sentencias de la justicia mexicana sobre el aborto. Ralón, miembro guatemalteco de la CIDH, participó en la presentación de dicho texto, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el 1 de diciembre. Por la importancia del tema, se reproduce la intervención del jurista.
Redacción
Muy buenas tardes a todas las personas presentas el día de hoy.
En primer lugar, no puedo sino agradecer al señor César Ruiz Jiménez, director ejecutivo de la Fundación Aguirre, Azuela, Chávez, Jáuregui Pro-Derechos Humanos, por la gentil invitación que me ha formulado, para presentar algunas sencillas reflexiones en el contexto de la presentación del libro “El derecho a la vida y aborto en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Mitos y realidades”, coeditado por la editorial Tirant lo Blanch y esta Fundación, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
El tema que nos convoca hoy es de suprema importancia desde la perspectiva de la promoción y protección de los derechos humanos. Los derechos humanos, esto es, aquellos derechos que las personas disponemos no por derecho legislado sino simplemente por nuestra condición humana, representan una serie de protecciones a aquellos bienes básicos en cuya participación cada persona encuentra su propia plenitud. Diferentes autores han planteado distintas listas acerca de aquellos bienes que son parte esencial de nuestra experiencia humana. Sin embargo, cualesquiera sean esas diferencias, todos los autores concuerdan en que la vida y la integridad personal representan parte de aquello que autores como John Finnis llaman “bienes humanos básicos”. En efecto, proteger la vida propia es un fin cuya búsqueda se justifica en si mismo; en este sentido, la vida no es un bien instrumental, sino uno en el que vale la pena participar por las bondades que este supone en si mismo.
Sin embargo, la vida no es el único bien humano básico. En efecto, existen otros bienes tales como el conocimiento, la amistad o el matrimonio. Ahora bien, una debida armonización de la participación de cada uno de dichos bienes supone definir una serie de criterios que razonablemente puedan orientar la acción humana.
Naturalmente, dichos criterios suponen un ejercicio de reflexión que no es posible evadir. En este sentido, parece razonable asumir que, si los bienes básicos que configuran la plenitud de cada uno son bienes propiamente “humanos”, ello implica que son bienes respecto de los cuales todos los individuos de nuestra especie están llamados a participar sin forma alguna de discriminación. En otras palabras, aquello que representa un bien humano básico para mí en cuanto ser humano, también representará un bien para otros que comparten una misma identidad biológica. Desde esta perspectiva, no existe, en principio, razón alguna que permita excluir a ciertas personas o grupos de personas de participar de aquellos bienes en los cuales todos encontramos nuestra propia plenitud como seres humanos.
Es esa exigencia de no-discriminación la que nos lleva a concluir que resulta del todo irracional que individuos o comunidades adopten decisiones que, buscando promover su propia plenitud, intencionadamente priven a otras personas de esos mismos bienes en los cuales aquellos individuos y comunidades buscan participar. A pesar de las diferencias accidentales que cada uno puede observar entre las personas, todos quienes dispongan de una configuración genética que les permita pertenecer a la gran familia humana son personas, con independencia de nuestra nacionalidad, sexo, etnia, religión u origen social. Es precisamente ello lo que lleva al artículo 1.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos a manifestar que todo ser humano en cuanto tal es persona. Por tanto, si todos somos iguales, en cuanto seres humanos, resulta contrario a la razón privar directa e intencionadamente a otro de mi misma especie de la posibilidad de experimentar su propia plenitud, atentando directamente contra alguno de esos bienes humanos básicos.
Desde esta perspectiva, el imperativo de proteger la vida humana está directa e intrínsicamente asociado al principio de no-discriminación. Si la vida es un bien humano básico para mí, resulta irracional que intencionadamente se atente contra la vida de otros que, al igual que yo, formamos parte de la gran familia humana sin importar la nacionalidad, el sexo, el origen social o las creencias que podamos sostener. De allí que el artículo 4° de la Convención Americana sea tan claro en que “nadie puede privar a otra persona arbitrariamente de su vida”. Desde esta perspectiva, una atenta lectura de los artículos 1.2 y 4° de la Convención Americana nos debe llevar a concluir que el derecho humano a la vida surge como un medio para proteger un bien humano básico —como lo es la vida—, en relación con las exigencias del principio de no discriminación.
La discusión acerca del aborto nos coloca, precisamente, frente al imperativo de la no discriminación. ¿Estamos dispuestos a asumir que toda persona es igual a otra y, por tanto, aplicando el principio de no discriminación no cabe distinguir en materia de protección de la vida humana? ¿O más bien consideramos que resulta necesario discriminar en relación con la protección que este derecho ofrece respecto de ciertos seres humanos? Si asumimos la segunda posición, necesariamente debemos concluir que no todas las personas son iguales en dignidad y derechos. En efecto, dentro de esta posición, existirían seres humanos de primera y de segunda clase. Los primeros, tendrían garantizado su derecho a la vida, mientras que los segundos no.
En este sentido, apoyar y favorecer la práctica del aborto supone asumir que, efectivamente, resulta necesario discriminar con relación a la protección que el derecho y, en particular, la Convención Americana, ofrece del derecho a la vida. Para esta visión, existirían personas más valiosas que otras, cuestión que, en la práctica, justificaría rebajar los estándares de protección del derecho a la vida de cierto grupo de personas, en este caso, de quienes, perteneciendo cromosómicamente a la especie humana, todavía permanecen dentro del vientre materno. Aceptar la lógica del aborto supone asumir que aquellos miembros de la especie humana (porque los no-nacidos son biológicamente humanos) tendrían vidas de segunda categoría, vidas que podrían ser dispensables cuando surja un interés que resulte más relevante para quienes ejercen la autoridad legislativa o judicial.
La pregunta crítica en torno al aborto es, por tanto, ¿Estamos dispuestos como sociedad a aceptar esta discriminación? ¿Estamos dispuestos a aceptar que existen seres humanos (y, por tanto, personas) que podrían ser discriminadas en relación con la protección que el derecho y la Convención Americana ofrece respecto de su derecho a la vida? Cualquier debate político y jurídico acerca del aborto pasa necesariamente por responder estas preguntas. Las mismas no pueden ser evitadas. Repito: ¿Estamos dispuestos a discriminar a un grupo de seres humanos únicamente en razón de su grado de desarrollo biológico en lo que respecta a la protección de su derecho a la vida?
Desde mi perspectiva, la respuesta debe ser un NO categórico. Ello, puramente por argumentos de razón. Si usted y yo tenemos en común una misma composición cromosómica y, por tanto, calificamos ambos como seres humanos, ambos somos —de acuerdo con el artículo 1.2 de la Convención—, personas y, por tanto, sujetos de derechos. No existe razón alguna para estimar que su vida vale más que la mía y, en definitiva, no es posible discriminar entre usted y yo en relación con los estándares de protección de la vida.
Repitamos ahora el ejercicio en relación con aquellos miembros de la especie humana que aún no salen del vientre materno. Usted y ese no-nacido, a pesar de las diferencias en su desarrollo físico, comparten una misma identidad biológica: ambos son miembros de la especie humana y, por tanto, de cara a la Convención Americana, son igualmente personas. En otras palabras, en cuanto humanos, usted y ese no-nacido tienen el mismo derecho a que su vida sea respetada por actores públicos o privados. Luego, no resultaría razonable introducir una discriminación en perjuicio de la vida de aquel no-nacido.
Esta lógica está del todo recogida en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. De acuerdo con el artículo 1.2 del tratado, todo ser humano es persona. El texto no deja lugar a dudas. Independientemente de su origen, sexo, raza, condición social, salud, o estado de desarrollo físico, si su identidad genética responde a la de un ser humano, usted es persona y, por tanto, el derecho está llamado a proteger su vida. Bajo la Convención Americana, ninguna autoridad ejecutiva, legislativa o judicial puede atribuirse facultades para introducir discriminaciones entre seres humanos y concluir que existen ciertas categorías de seres humanos cuya humanidad no vale la pena proteger. Y si alguna decisión de esa naturaleza es adoptada por alguno de los poderes señalados, no cabe a los incumbentes sino utilizar todos aquellos mecanismos que el derecho provee para poner término a esa injusticia lo antes posible.
La inclusión del artículo 1.2 en el texto de la Convención Americana fue una decisión muy sabia. Tan sólo veinte o treinta años antes de la elaboración de su texto, el nacionalsocialismo postuló que existían seres humanos que, por pertenecer a una cierta categoría étnica no eran personas —o eran menos personas— y, por tanto, el poder político podía disponer de las mismas según le pareciere. Eso permitió cometer crímenes abominables. Nuestro continente debe aprender de los errores del pasado. Todos los seres humanos, cualesquiera sean nuestras diferencias accidentales, somos personas y, por tanto, la vida de todos vale lo mismo, desde la concepción (como lo señala inequívocamente el artículo 4° de la Convención) hasta la muerte natural.
Como jurista, constitucionalista, actualmente miembro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y, simplemente, como ser humano, espero que la fuerza renovadora de la promoción del principio de no-discriminación, que ha surgido desde hace un tiempo en nuestra región suponga, más temprano que tarde, reflexionar con seriedad acerca de cuáles son las exigencias, que la no-discriminación plantea de cara al derecho a la vida y, de esa forma, a través de un diálogo racional, abierto, e inclusivo, progresivamente se modifiquen todas aquellas decisiones de los poderes públicos, que arbitrariamente han establecido distinciones allí, donde nuestra común humanidad no permite diferenciar.
Muchas gracias.