No se puede hablar de genocidio en la historia reciente de Guatemala
Michelle Molina Müller
En el marco del conflicto armado interno guatemalteco (1960–1996), una de las acusaciones más graves que se ha sostenido contra el Estado y, en particular, contra el Ejército, ha sido la de genocidio contra los pueblos indígenas. Esta acusación, repetida en informes como el de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) y en fallos judiciales posteriores, ha sido utilizada como base para condenar moralmente a las Fuerzas Armadas y construir una narrativa oficial del conflicto centrada en la victimización de la guerrilla y sus allegados. Sin embargo, una revisión rigurosa, desideologizada y jurídica de los hechos, así como de los marcos utilizados para interpretarlos, lleva a cuestionar seriamente la validez de dicha acusación. Así, el uso del término «genocidio» en el caso guatemalteco no solo es jurídicamente insostenible, sino que responde a motivaciones políticas más que a un verdadero interés por la justicia o la verdad histórica.
Ahora bien, para que un acto sea calificado como genocidio no basta con que se cometan asesinatos masivos o violaciones sistemáticas. Se requiere un elemento fundamental; y se trata del dolus specialis, es decir, la intención específica de destruir total o parcialmente, como tal, a un grupo étnico, religioso o nacional. Esta intención no puede ser presumida; es mas, debe demostrarse con pruebas claras, documentadas y verificables. En el caso de Guatemala, a pesar de las masacres cometidas en ciertas regiones, no se ha demostrado de forma fehaciente que existiera un plan deliberado, desde las más altas instancias del Estado, orientado a exterminar al pueblo maya por su condición étnica —en otras palabras, matar a ixiles solo por ser ixiles—. Lo que existía era una política contrainsurgente dirigida contra estructuras guerrilleras que, estratégicamente, operaban en áreas rurales indígenas, utilizando a muchas comunidades como escudo humano o como base logística. Las tragedias ocurridas —aunque innegables y dolorosas— fueron resultado de una guerra cruda, no de una ideología que buscara exterminar.
Aun así, organismos como la CEH han luchado por sostener la tesis del genocidio basándose, en gran parte, en testimonios recogidos sin rigurosidad metodológica ni garantías. Entonces, aunque la CEH, que debía ser una comisión imparcial y técnica, terminó plagada de sesgos ideológicos. Muchos de sus integrantes en la junta tenían trayectorias vinculadas a movimientos de izquierda o afinidades con los sectores insurgentes, lo que pone en duda la objetividad de sus conclusiones. No se puede hacer justicia construyendo una verdad parcial; hacerlo es sustituir un pasado doloroso por un relato manipulado con fines políticos. Lo que se ha promovido no es una justicia transicional verdadera, sino una forma de venganza simbólica disfrazada de memoria histórica.
Sin embargo, es aún más preocupante cómo esta narrativa ha sido aprovechada por ciertos sectores para establecer una que ha terminado en ser clientelar y de izquierdas. Por ejemplo, se han pagado compensaciones económicas sin una verificación seria de los testimonios, se han fabricado víctimas, se han multiplicado las organizaciones «representantes de las víctimas» —aquí también hay una cuestión de “ayuda extranjera”, aunque eso es digno de ser ampliado en un escrito aparte—, muchas de ellas con conexiones políticas evidentes. Esto ha provocado una injusta estigmatización de soldados, comisionados militares y miembros de las fuerzas de seguridad, presentados colectivamente como verdugos, cuando muchos de ellos actuaron con heroísmo frente a una amenaza real; es decir, la expansión del comunismo armado en Guatemala.
Por eso, es necesario recordar que el origen del conflicto no fue un capricho del ejército, sino una reacción a una serie de levantamientos armados inspirados en el marxismo-leninismo, financiados y entrenados por fuerzas externas, con el objetivo de subvertir el orden institucional del país e imponer una dictadura de tipo revolucionario. La insurgencia no luchaba por una democracia liberal ni por derechos humanos, sino por una revolución que concentrara el poder en una élite ideológica. En este contexto, el ejército guatemalteco, con todos sus errores y excesos, actuó como una barrera de contención frente a una amenaza existencial para la nación. Es profundamente injusto que la historia haya olvidado este papel y lo haya reemplazado por una caricatura de «los malos» contra «los buenos».
Cabe mencionar también que una institución que tuvo un rol ambivalente durante el conflicto fue la Iglesia, particularmente la Iglesia católica, que en muchos casos se posicionó del lado de la insurgencia. Algunos sectores eclesiales promovieron la llamada «teología de la liberación», una corriente ideológica que reinterpretaba el cristianismo en clave marxista y que sirvió para justificar la lucha armada como un acto de redención moral. Aunque no toda la Iglesia asumió esta postura, y hubo sacerdotes y obispos que defendieron la paz y los derechos humanos sin ideologizar, lo cierto es que una parte considerable del clero se convirtió en actor político, alimentando la polarización. Además, es importante no olvidar, que muchos de los que llegaban a la Iglesia no era por vocación, sino por sobrevivencia.
Finalmente, la utilización del pasado como herramienta política ha impedido que Guatemala avance hacia una verdadera reconciliación. La izquierda ha monopolizado la memoria, las ONGs han instrumentalizado el sufrimiento y los organismos internacionales han reforzado una narrativa donde el ejército es el eterno culpable, y la insurgencia, el mártir incomprendido —tal está el ejemplo de Rigoberta Menchú, guerrillera que ha vivido de la victimización—. Este discurso ha penetrado el sistema educativo, los medios de comunicación y hasta el sistema judicial; es hora de cuestionarlo.
En conclusión, calificar lo ocurrido en Guatemala como genocidio es no solo jurídicamente incorrecto, sino moralmente irresponsable. Es una distorsión de la historia impulsada por intereses ideológicos, que pretende deslegitimar la defensa nacional llevada a cabo por el ejército frente a un proyecto revolucionario. El conflicto fue complejo, doloroso y lleno de errores por ambas partes. Pero si de verdad queremos una paz duradera, esta no puede construirse sobre mentiras, parcialidades ni verdades impuestas. La historia debe ser contada con integridad, sin revanchismos ni manipulaciones. Solo así podremos honrar a todas las víctimas —las verdaderas— y construir una Guatemala más justa y libre.
Quisiera finalizar con una frase muy potente: «Cuando la Patria está en peligro se recurre a Dios y al Soldado. Cuando el peligro pasa, Dios es olvidado y el soldado juzgado».