La fatal arrogancia
Igumeni Inés Ayau
El deseo de que todos mejoremos nuestro estado de vida es algo muy bueno. Todos hacemos esfuerzos para que esto llegue a ser realidad.
Algunos tienen en su poder el facilitar que esto llegue a su fin feliz, pero es de lo más complicado de hacer.
Recuerdo la enseñanza de una monja vieja: hay tres grados de la caridad decía.
El primero es no hacer mal. El segundo es hacer el bien. El tercero es no darse por ofendido.
Pareciera que es sencillo.
No hacer mal cuando hay enojo, rencor, avaricia y otros sentimientos encontrados es muy difícil y necesita mucho control personal.
Hacer el bien es aún más difícil porque uno nunca queda bien. Pero lo más complicado es dejar al otro que tome sus propias decisiones. Es el mayor bien que podemos hacerle a los demás, no creer y ni siquiera pensar que uno sabe mejor qué es lo mejor para otro. También es la mayor tentación y se vuelve la fatal arrogancia. De ese mal sufren todos los gobernantes en el mundo y nuestro mundo. Y esa es una de las mayores causas de la pobreza que nos aqueja ya por años. Sería tanto más caritativo dejar que la gente viva como quiera, sin hacer mal a nadie, el primer grado de la caridad. Que intercambie con quien quiera libremente nacional o internacionalmente, sin que el aparato gubernamental se meta, solamente para evitar que se haga mal a otro, que solo se fije en el primer grado de la caridad. Hasta los gobernantes vivirían en paz y lo mejor, no habría guerras.
El tercer grado de la caridad es no darse por ofendido y eso es mucho más difícil. Es hacerse la brocha, hacerse el loco, mirar para otro lado, evitar la confrontación. Y es caridad porque no revira con el que hace daño, sino que lo disculpa sin decírselo, pone orden de forma discreta sin acusar ni ofender. Y siempre espera lo mejor del otro, que cumpla con los tres grados de la caridad y se aleje de la fatal arrogancia que atrae tanto daño.