El origen del GEIN
Berit Knudsen
Pocas historias del Perú reciente condensan con tanta claridad la tensión entre política, lealtad y deber de Estado como la del Grupo Especial de Inteligencia (GEIN), unidad policial que cambió el curso de la guerra contra el terrorismo capturando a Abimael Guzmán sin disparar un solo tiro. Su nacimiento parte de una decisión política discreta, en momentos críticos del país, cuando la violencia de Sendero Luminoso alcanzaba a Lima y el Estado parecía perder el control.
El GEIN se formó en marzo de 1990 en la Dirección contra el Terrorismo (DIRCOTE), bajo la gestión del ministro del Interior Agustín Mantilla, durante el primer gobierno de Alan García. Los militares dominaban la lucha antisubversiva, y la Policía de Investigaciones del Perú (PIP) había sido relegada. Mantilla apostó por la inteligencia civil, un equipo pequeño y disciplinado que trabajara con paciencia, análisis y seguimiento, reemplazando redadas masivas y violencia. Apostó por el método frente a la militarización.
Liderado por el coronel Benedicto Jiménez y el mayor Marco Miyashiro, desafiaron la tendencia del momento, combatiendo al terrorismo desde la legalidad y la razón. Sin esa visión, el GEIN no habría existido. La orden política de Mantilla permitió financiar, proteger y mantener en reserva un proyecto policial que operó con autonomía poco común en un Estado fragmentado por la desconfianza institucional.
Dos años de trabajo sistemático, miles de horas de vigilancia, análisis de documentos, infiltraciones y seguimientos culminaron en la captura del “Presidente Gonzalo”, líder de Sendero Luminoso, el 12 de septiembre de 1992. El país celebró la victoria, pero el origen político quedó en la sombra. El GEIN se convirtió en símbolo de eficacia policial bajo el régimen de Fujimori, gracias a la semilla cultivada en un contexto democrático y civil.
El éxito del GEIN no fue el triunfo de una política de mano dura, sino de una inteligencia que supo leer el comportamiento humano, anticipar movimientos del enemigo y desmantelar una organización ideológica desde el conocimiento, sin represión.
Agustín Mantilla fue una figura compleja. Su nombre quedó asociado a episodios oscuros de la política peruana, pero sería injusto borrar su papel en esta página decisiva. Quienes lo conocieron y muchos de sus críticos coinciden en que asumió decisiones difíciles en medio del caos, enfrentando presiones internas por defender el enfoque civil frente al militar. Su objetivo político fue apostar por la inteligencia policial cuando nadie creía en ella.
Se dice que Mantilla se inmoló por el partido. Pero también se inmoló por una forma de entender el Estado: como espacio donde las instituciones pueden ser más eficaces que el poder paralelo. La victoria del GEIN prueba que no solo desarticuló la estructura senderista, reivindicó la capacidad profesional de una policía que el país había subestimado.
Años después, cuando el término “inteligencia” se usa con ligereza, vale recordar que aquel grupo trabajó en silencio, sin propaganda ni cámaras, convencido de que la seguridad se construye con información, disciplina y sentido del deber. El GEIN no es sólo una operación exitosa, es una lección sobre cómo un Estado puede vencer al terror por otros caminos.
El GEIN nos recuerda que en momentos oscuros, la inteligencia y la institucionalidad pueden prevalecer sobre el miedo y la improvisación. Sin embargo, su disolución en 1993, dando paso al Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), controlado por Vladimiro Montesinos, mostró cómo el poder puede destruir sus mejores herramientas por temor a su independencia.








