Las tres catedrales
Por Alfonso Abril
«Pero Bruto dice que César era ambicioso,
y Bruto es un hombre honorable.»
—Shakespeare
Así como Bruto era honorable, también lo fueron la democracia de Atenas y Judas Iscariote. Sin la cicuta, Platón no habría descifrado la dialéctica; sin el puñal de Bruto, la república romana habría seguido otro rumbo; y sin la cruz sellada por Poncio Pilato, los pescadores habrían tenido más dificultades para cohesionar un movimiento.
El envenenado, el apuñalado y el crucificado existieron para que la literatura tuviera una historia que contar y los hombres un ideal profundo al cual aspirar: Sócrates salvó la dialéctica; César inmortalizó su divinidad; Jesús acogió a la oveja perdida. Su influencia alcanza el amor platónico, el mes de julio y la Semana Santa.
Jesús no era solo la compasión de Dios; él era la compasión y el Dios. Sócrates era la sabiduría; César, el poder absoluto.
Según Borges, hay dos catedrales: la filosofía y la teología. A ellas podríamos añadir otro templo: la política. Sócrates, Jesús y César, como Borges intuiría, son figuras de la literatura fantástica. No los elevaría en la categoría de fundadores, sino distorsionadores de la narrativa precedente de cada una de sus catedrales.
Y un Antônio Conselheiro, un Thomas Müntzer y un Hong Xiuquan ven en esas catedrales luces que guían.