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La feria, donde los espíritus caminan

3 de septiembre de 2025/en 24/7, Relatos/por redaccion247prensadigital@gmail.com

La feria atrapa a la gente con luces, música y juegos parece ser pura diversión. Recorre muchos lugares, desde barrios antiguos hasta nuevas colonias. Seguirle el paso es difícil, pues viaja mucho y, entre tanto viaje, los trabajadores se han enterado de muchas leyendas locales. Algunos incluso las han vivido en carne propia. Este relato bien podría ser la historia de alguien que experimentó un suceso inexplicable.

Silvio Saravia

El sujeto se llamaba Diego. Había crecido con el sueño de trabajar en la feria, y cuando por fin decidió unirse a tan vistosa caravana, los trabajadores le explicaron, como si le contaran un secreto:

“La feria puede ser un lugar bastante avivado, pero no te confíes, pues cuando la gente se va, más o menos a eso de las dos de la madrugada, cuando el sol no ha salido y las calles están a oscuras, se pueden escuchar cosas raras, como llantos de una mujer y voces, pero sin nadie a la vista. Quien sale a investigar nunca vuelve.”

Diego, al principio, creyó que era una broma, pero le pareció raro que nadie se riera. Cuando llegaron al Cerrito del Carmen, los trabajadores empezaron a discutir quién se quedaría a cuidar los puestos. Diego no logró escuchar mucho; lo único que oyó fue que iban a dejar que el nuevo montara guardia durante toda una temporada.

A esta decisión no reprochó, pues no le veía el lado malo. Además, si se negaba, los demás lo verían con malos ojos. Poco después comenzó a llegar la gente y el día transcurrió con normalidad. Cuando la última persona se fue, todos los trabajadores se apresuraron a cerrar y se marcharon en grupo, a paso rápido, pero disimulando que querían irse lo más pronto posible. Todos se fueron a hoteles cercanos, menos Diego, a quien le tocó quedarse a cuidar los puestos. Para esto tenía una caseta muy pequeña, casi del tamaño de una letrina, apenas con espacio para una persona.

Desde allí lograba ver algunos puestos. La noche se estaba acabando, aunque el sol todavía no había salido. Las calles tenían una luz tenue que provenía de la luna. Diego se encontraba medio dormido cuando un llanto de mujer lo despertó. Con la mirada trató de buscar de dónde provenía, pero no lograba identificar la fuente.

Quiso salir de la caseta, pero recordó lo que los demás le habían advertido: que no saliera si escuchaba el llanto de una mujer. Dejó de lado la idea, aunque el llanto continuaba. La duda e intriga se convirtieron en desesperación y angustia, pues a veces se escuchaba muy cerca y a veces más lejos.

A las cuatro de la madrugada, el llanto empezó a apagarse, justo cuando el sol comenzaba a asomar. Diego logró ver a un hombre caminando por los techos de los puestos. Tenía una gran capa negra y un sombrero de ala ancha, usaba calcetines de lana. Al verlo, el hombre le sonrió, lo saludó con el sombrero y luego se perdió entre los tejados.

Todo el día Diego estuvo escuchando el mismo llanto. Al comentárselo a sus compañeros, todos se rieron y dijeron que solo él lo escuchaba, que seguro estaba loco. Pero el más viejo del grupo se le acercó y le dijo:

—No estás loco, solo te están tomando el pelo. Mira, cuando alguien escucha a la mujer llorar toda la noche sin verla, se pasa el día entero oyéndola. Depende de cada persona: algunos solo la oyen por un rato.
—¿Quién es la mujer que llora? —preguntó Diego, con el corazón acelerado.
—Esa es la Llorona… —dijo el anciano, y pasó el resto del día contándole historias, incluso sobre conocidos suyos que se habían topado con ella. “Uno terminó en el loquero y otro dejó de beber por el susto”, relató, con voz grave y temblorosa.

Diego no pudo dejar de pensar en la historia y no paró de escuchar el llanto resonar en su cabeza. Así pasó todos los días en los alrededores del Cerrito del Carmen. Cuando por fin se fueron de aquel lugar, sintió una alegría enorme y comenzó a reír frenéticamente y a llorar de alivio. Todos se rieron de él, y uno le dijo:

—¡Vaya que estás contento, ese es el ánimo! Ahora te tocará guardia en el barrio Santa Marta, cerca del cementerio.

Diego se desanimó rápidamente al escuchar esto y refunfuñó todo el camino: “¿Por qué me tocaba hacer la guardia toda una temporada? ¿Por qué no lo hace alguien más? Deberían darme cosas más sencillas ya que soy el nuevo… Pero bueno, si no fuera la guardia, me tocaría armar los puestos, así que no me puedo quejar”.

Al llegar a Santa Marta, las casas construidas de adobe, y el paisaje diferente al del Cerrito del Carmen llamaban la atención. Durante los primeros días, mientras se instalaban los puestos, todo transcurrió con tranquilidad. No fue hasta que la feria estuvo en pleno apogeo que el tormento de Diego comenzó de nuevo.

La noche era silenciosa y el viento, que parecía silbar, era lo único que se escuchaba. De repente, oyó la voz de una niña pequeña que parecía hablar con alguien. Diego se extrañó y salió de la caseta.

Afuera vio a una niña que lo miraba fijamente y se reía en voz baja. Tenía un vestido de flores, parecía ropa antigua. La niña se fue corriendo y desapareció antes de que Diego pudiera decir algo. Cuando ya no se veía, empezaron a oírse pasos y murmullos. De las sombras salieron personas con vestiduras elegantes: hombres con trajes formales algo arrugados, mujeres con vestidos antiguos, blancos y bordados, otros con ropa más casual, como playeras o pantalones de lona.

Los murmullos no eran de ellos, pues no movían los labios. Mantenían una expresión de total seriedad y caminaban como marchando. Se escuchaban voces, risas y llantos, pero sin fuente visible. La multitud pasó frente a Diego y, al llegar a donde estaba, lo atravesó y siguió de largo. En ese momento Diego cayó al suelo paralizado y se quedó allí toda la noche.

Al amanecer, sus compañeros lo levantaron y lo metieron de vuelta en la caseta. El anciano le dijo:

—De seguro viste a los muertos que caminan a las afueras del cementerio. Son personas que han muerto y, por alguna razón, no logran descansar. Se pasan toda la noche caminando, y quien se la topa queda paralizado por un buen rato, por la impresión de verlos caminar como si estuvieran vivos.

Diego pasó todo el día sin moverse, estaba engarrotado. Cuando llegó la noche volvió a ver a los muertos caminar. Y todo se repitió hasta que se marcharon de aquel lugar. Sus compañeros tuvieron que llevarlo en calidad de bulto, pues no podía moverse.

Luego de estar en Santa Marta, se instalaron en la feria de Jocotenango, en el camino que lleva al Hipódromo del Norte. Esa noche no hubo gran cosa, lo único que vio el joven guardián fue un perro blanco, grande y algo desnutrido. En la caseta había un plato con sobras de su almuerzo. Al ver al perro le dio comida, pero al acercarse notó que tenía patas de cabra. Dio un salto hacia atrás y corrió a la caseta. Desde adentro se persignó. El perro comió, inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y luego se marchó.

Al día siguiente, el viejo le explicó que se había topado con el cadejo blanco, uno de los dos espíritus en forma de perro que rondan por el mundo: el blanco, que acompaña a los borrachos hasta sus casas o deambula solo por las calles, y el negro, cuya presencia es temida pues se dice que acostumbra perder a los bolos.

Tras varios meses de relativa calma, su siguiente destino era de nuevo uno de los antiguos barrios del centro de la ciudad: Santo Domingo. La primera noche escuchó cadenas chocar entre sí. Diego no les puso atención, pero con los días el sonido lo desesperaba. Una noche se armó de valor y fue a investigar. Llegó al atrio de la iglesia, donde alguien con túnica blanca, capucha y cadenas en los tobillos, que arrastraban un bloque de metal, caminaba como león enjaulado.

El hombre paró, se volvió hacia Diego y avanzó hasta quedar frente a él. Extendió las manos para ahorcarlo, pero las cadenas lo frenaron a un paso de distancia. El encapuchado lo observó y, con voz ronca, preguntó:

—¿Quién eres?

Diego no contestó, temiendo que quisiera saber su nombre para condenarlo.

—Estoy aburrido… ¿Sabes lo solitarias que son las noches aquí? ¿Sabes lo que es nunca descansar ni hallar paz? Por piedad, dime tu nombre, yo solo quiero hablar —dijo el encapuchado.

—¿Por qué me ibas a ahorcar? —preguntó Diego tembloroso.

—Solo quiero que alguien me acompañe en la muerte, así no estaré solo —respondió.

—¿Por qué estás encadenado? ¿Estás muerto? —dijo Diego.

—Claro que estoy muerto. Estas cadenas son la condena que cargo por mi pecado. Como dispongo de tiempo, te contaré mi historia.

El encapuchado relató que había sido cura de esa iglesia. Cuando lo cambiaron por viejo, envidió al joven sacerdote que lo reemplazó. Lo acusó falsamente de robo, le quitaron los hábitos y él recuperó el puesto. Pero la culpa lo consumió. Se colgó del campanario, creyendo que así acabaría su pena, pero en la muerte fue condenado a permanecer en el atrio. Con el tiempo descubrieron que había mentido, y el joven regresó. “¡Lo peor es que reza por mi alma!”, gritó lleno de ira.

El encapuchado, furioso, trató de ahorcar a Diego otra vez, estirando las cadenas hasta atraparlo por el cuello. Entonces apareció el cadejo blanco. Ladró una sola vez y el encapuchado soltó a Diego, pidiendo perdón.

Diego, apenas consciente, se recostó sobre el cadejo. Ese perro, que antes le inspiraba miedo, lo llevó directo a la caseta. Al día siguiente, el viejo le explicó que el cadejo, a quienes ayudaba, les brindaba protección. Con haberle dado de comer aquella noche bastó para que lo protegiera por años.

Y con la protección del cadejo, ninguna alma se atrevió a molestar a Diego, por lo que su labor de montar guardia se volvió mucho más sencilla.

Etiquetas: leyendas, relatos
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