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El terror de la noche

12 de agosto de 2025/en 24/7, Relatos/por redaccion247prensadigital@gmail.com

En el Cerrito del Carmen se cuenta que, en las horas más oscuras, vagan almas en pena que no encuentran descanso. Se les aparecen a quienes están muertos en vida, que no han apreciado lo que tienen, pero también a los que están distraídos y no saben cuidar sus pasos. A veces solo buscan espantar a la gente; otras, quieren su alma, pues desean que su tormento se alivie y que las almas que consumen les den paz.

Por Silvio Saravia

Algunas personas cuentan sus historias como si fueran hazañas; también hay quien las relata con temor, como si fuera obligación. Otros las guardan tratando de olvidar. Otros piensan que la vida es un equilibrio donde nada pasa al azar, y las almas en pena son verdugos de aquellos que no saben vivir.

No hace mucho tiempo sucedió el relato que ahora narraré.

Mario y Luis eran dos compadres que se pasaban el día trabajando, pero todas las noches, de lunes a domingo, recorrían todas las cantinas que encontraran en su camino y dormían tirados en el piso hasta el día siguiente. A veces no llegaban a casa; otras, ni siquiera recordaban dónde habían estado.

Una noche se perdieron y llegaron a las cercanías del Cerrito del Carmen. Mientras caminaban tambaleándose, Luis empezó a cantar:

—Luna de… Cobán… tan, tan, tan, que te supiste peinar… tan, tan, tan.

—¡Ya cállate! Me ofende que no te sepas la letra —dijo Mario, dando un trago—. La canción dice así: “Luna de Chela… la, la, la, que no supiste bailar”.

—Yo sí me la sé, y no dice así; tan solo quería reír —contestó Luis, arrebatándole la botella a Mario.

En eso, Luis se resbaló en un charco y Mario se rió de él.

—Vos, en vez de reír, ¡ayúdame de una vez! —dijo Luis, tratando de levantarse.

—Pérate —lo empujó, haciéndolo volver a caer—. Esto lo quiero recordar. —Y le tomó una foto.

—Ayúdame, no seas así vos —dijo Luis.

Después de un tiempo caminando, llegaron a la reja de un parque.

—Entremos, vos —dijo Luis.

—Tiene cadenas y candado —respondió Mario, dándose la vuelta.

Luis miró un rato la cadena y, al jalarla, se cayó. El ruido de la cadena les provocó escalofríos por todo el cuerpo. Resulta que habían dejado mal cerrada la puerta del parque. Luis jaló a Mario para que viera que el parque estaba abierto, y así entraron al Cerrito del Carmen. El camino era empedrado y tenía charcos por todos lados.

Caminaron hasta llegar a unas bancas junto a la fuente, y enfrente había una laguna artificial. Se sentaron, y Luis dijo:

—¿Conoces la leyenda del Sombrerón o la del Carretón de la Muerte?

—Las he escuchado; no me asustan —dijo Mario, revisando la botella, que ya estaba vacía.

—Bueno, pues te contaré la leyenda de la Llorona —dijo Luis.

—Igual me da, a mí no me espanta. Cuéntamela para no aburrirnos —respondió Mario.

—La leyenda dice así: María se llamaba, no recuerdo el apellido. Era una joven de pelo largo y sedoso; su cara era la más hermosa de todas, tenía ojos negros y era delgada. Vivía en Guatemala y tenía dos hijos. Su esposo había muerto; lo encontraron una mañana profundamente dormido y nunca despertó.

Pero ella, María, no lloró; dicen que no sintió nada al ver el cuerpo sin vida de quien fuera su esposo, ni en el funeral. Apreciaba a sus hijos, pero no los amaba.

Un día, un español se fijó en ella, y a ella se le iluminó el rostro como nunca antes. Sin embargo, él le dijo que se casaría con ella de no ser por sus hijos, palabras que la hirieron profundamente y que encendieron en su corazón un oscuro impulso.

Al escuchar esto, llevó a sus hijos a un río y, sin arrepentimiento, tomó la cruel decisión de acabar con sus vidas. Ya era de noche cuando llegaron. Ella los ahogó en el río y se aseguró de que murieran, pero al verlos flotar sin vida, rompió en llanto al darse cuenta de lo que había hecho. Gritó con voz desgarrada: “¡Ay, mis hijos!”.

El poco amor que sentía se transformó en culpa. No pudo soportarla y se quitó la vida en el mismo río.

Al morir, su alma no llegó ni al cielo ni al infierno; fue condenada a vagar sin rumbo. Olvidó que sus hijos habían muerto por su mano y busca a quien los haya matado. Persigue a las almas cargadas de culpa, a quienes hayan cometido un error por mínimo que sea: ladrones, borrachos y descarriados. Los castiga dándoles muerte, ahorcándolos.

Dicen que, cuando busca a alguien, se escucha su lamento “¿Dónde están mis hijos?”. Mientras más cerca está, más lejos se escucha; mientras más lejos está, más cerca se oye. Por sus eternos lamentos se le conoce como la Llorona.

Cuando Luis terminó de contar la historia, se escuchó un alarido de dolor muy cerca de ellos, tan cerca que jurarían que provenía de justo detrás. La noche se oscureció más y el agua de la fuente se agitó, como si alguien la hubiera tocado.

—Fue solo el viento —dijo Mario.

—¿Acaso estás sordo? ¡Fue el llanto de una mujer! —dijo Luis.

La noche se volvió impenetrable, y entre la oscuridad se escuchaban los lamentos de la Llorona, mezclados con gruñidos de furia. Otro grito se oyó: “¿Dónde están mis hijos?”. Una neblina cubrió el lugar, y al otro lado de la laguna se vio una silueta delgada, luminosa. El grito se fue apagando hasta convertirse en un susurro: “¿Dónde están mis hijos?”. Aunque tenue, el tono transmitía desesperación.

Luis temblaba; el alcohol ya no le hacía efecto. La figura permanecía inmóvil, con el rostro cubierto por un velo. De pronto, lanzó un grito de dolor que dispersó la niebla y enturbió las aguas.

La Llorona se reveló: vestía de blanco, con manchas antiguas; sus pies desnudos mostraban uñas rotas y deformadas. Su cabello estaba despeinado, y donde antes tuvo ojos ahora había vacío. Lágrimas negras recorrían su rostro cadavérico.

—¿Dónde están mis hijos? —susurró.

Mario, aún ebrio, respondió:

—Señora, yo no sé dónde están sus hijos. Pregúntele a un patojo; seguro están en una cantina. ¿Ya buscó en una?

La espantosa figura se metió en la fuente y caminó lentamente hacia ellos. Luis, al ver esto, cayó al suelo.

La Llorona ahora volteó a ver a Mario. El pobre hombre logró ver un destello rojo que provenía de donde se ubicaban los ojos. Mario echó a correr y la aparición se quedó al lado de Luis, observando cómo escapaba.

Cuando Mario ya estaba lejos, vio a la aterradora mujer frente a él. Cayó de espaldas y la Llorona se agachó. Mario empezó a gatear hacia atrás; la horrenda figura, aunque con pasos lentos, estaba muy cerca de él. Esta vez se levantó el velo y dejó ver su rostro demacrado.

Mario pudo pararse, pero a cada paso que daba se tropezaba. Los llantos se escuchaban más cerca, entonces siguió corriendo hasta llegar a la entrada, donde se topó con la puerta, que ahora estaba bien cerrada.

Cuando volteó, vio a la espectral presencia acercarse a paso lento; miró para todos lados buscando por dónde huir, hasta que cruzó la mirada con la iglesia que tenía las luces encendidas. Subió corriendo las gradas que llevaban al templo y, a cada paso que daba, miraba de reojo a la Llorona a su lado.

Cuando por fin llegó, la figura se quedó en la entrada a la plaza de la iglesia.

—¿Dónde están mis hijooos? —gritó más fuerte que antes.

Mario cayó al suelo por el dolor que le causó tal grito. Pasó lo que quedaba de la noche tirado a la par de la iglesia. La aparición seguía afuera de la plaza, pero Mario podía ver cómo su boca se abría tal cual como si gritara. Sin embargo, no escuchaba nada; es más, ahora no escuchaba ni el propio sonido de su voz.

Al salir el sol, la espantosa mujer sonrió y se quedó inmóvil en su lugar.

Cuando el sacristán llegó, para abrir las puertas de la iglesia. Se acercó a Mario. Y le dijo algo, pero Mario solo veía que sus labios se movían. Mario gritó:

—¡La Llorona, la Llorona, está allí! —señalando el lugar.

El sacristán no veía nada. La Llorona sonreía entre llantos, sonidos muy suaves que solo Mario podía oír. Llamaron al manicomio y se lo llevaron ese mismo día. Desde entonces, en el manicomio, él siempre veía a la Llorona junto a él, hasta sus últimos días.

Luis, en cambio, no murió aquella noche tan solo se desmayó. Cuando se levantó ya era el otro día, y vio cómo se llevaban a su amigo. Desde entonces contaba la anécdota a quien se lo pidiera, como si fuera una aventura con un final agridulce. 

Etiquetas: La Llorona, leyendas, relatos
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