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El juego de la muerte

29 de septiembre de 2025/en 24/7, Relatos/por redaccion247prensadigital@gmail.com

Por Silvio Saravia

A veces hay personas que no se conforman con vivir una vida llena de cosas cotidianas y, como no se atreven a arriesgarse a intentar destacar por sus actos, deciden enviciarse en las apuestas. Y, como es de saberse, las apuestas son solo para las personas que no temen perderlo todo y buscan el dinero de la manera en que más fácil pueda llegar. Pero hay veces en que la casualidad o su mala suerte los hace toparse con un espíritu que no busca castigarlos, sino que tan solo jugar con ellos.

Este relato le sucedió a Gabo Grupera. Él era pariente de un ajedrecista algo famoso, pero a Gabo nunca le interesó el ajedrez; su mirada estaba fija en los juegos de azar y las apuestas. Algunas veces ganaba y otras lo perdía todo, pero aun así lograba arreglárselas para vivir.

Un día, al llegar a su casa, encontró una caja enfrente de su puerta. Esta caja tenía una estampa que era un círculo azul con borde dorado y, adentro del círculo, estaban dibujadas las piezas de ajedrez de una dama y un rey.

Gabo entró la caja con curiosidad y, al ver la dirección, vio que se habían equivocado de casa, y el paquete era para un tal Diego. Pero sentía una gran curiosidad incontrolable de ver lo que contenía, que poco le importó que no fuera para él.

Al abrir la caja, logró observar un tablero de ajedrez con sus piezas en una bolsa. El tablero era de vidrio; las casillas blancas eran de color azul cielo, y las negras eran tan oscuras como una noche sin estrellas. Sin saber qué hacer o por qué lo hacía, empezó a poner las piezas en el tablero.

Las piezas blancas eran de cristal transparente, y las piezas negras estaban talladas en piedra y pintadas de color negro, aunque algunas tenían pintado un rostro humano. Algo que le llamó la atención fue que todos los peones tenían caras diferentes y parecían ser retratos de personas reales. Y había tres peones negros sin rostro.

Pero no se detuvo a observar el tablero, pues estaba concentrado en colocar las piezas. Y, mientras las ponía, se daba cuenta de más detalles: las piezas de mayor valor, como el caballo, el alfil, el rey y la dama, en vez de tener un rostro pintado, tenían una calavera dibujada en toda la pieza. También notó que el azul cielo de las casillas blancas, a veces, reflejaba su rostro.

Instintivamente, adelantó un peón, dominando el centro. En ese momento se dio cuenta de que había colocado el tablero en la mesa, puesto todas las piezas y que estaba en completa oscuridad. Intentó prender la luz, pero el interruptor no funcionaba; entonces prendió una vela y la colocó en la mesa.

Él sabía que las piezas negras no se iban a mover, pero igual se quedó un rato viendo el tablero, como si esperara a que se moviera. Entonces, de repente, un soplo de viento apagó la vela. No había forma de que el viento apagara el fuego, y cuando Gabo se dispuso a volver a prender la vela, lo interrumpió el estremecedor sonido del peón negro siendo deslizado por el tablero.

Y sin darse cuenta, empezó a jugar una partida en la oscuridad contra un fantasma, un ente desconocido, el cual no conocía ni tampoco podía ver, pero aun así sentía su presencia frente a él.

Sin darse cuenta amaneció y seguían en la misma partida. A Gabo le interesaba cómo su oponente siempre se adelantaba a sus movimientos. Pero nunca capturaba una pieza; solo se defendía y no atacaba. Parecía como si perder o ganar no tuviera importancia. Su oponente parecía jugar despreocupadamente y, a veces, perdía, aunque parecía a propósito.

La mañana pasó, pero Gabo no apartaba la vista del tablero; le fascinaba la adrenalina de no saber si iba a ganar o a perder. Acorralando a su rey sin opción de escapatoria o lucha, volvió a ordenar las piezas. Y, cuando miró a su alrededor, era de noche de nuevo.

Así pasó durante mucho tiempo, días, semanas. Ya le habían cortado la luz y el agua, pero no se había dado cuenta; ya ni siquiera comía y apenas dormía, y cuando lo hacía, soñaba con un tablero de ajedrez gigante, y las piezas las movía una mano que solo tenía huesos.

Un día, su agencia mandó a alguien a ver qué le había ocurrido. Cuando tocó la puerta, Gabo corrió a esconderse entre las sombras que ahora reinaban en su casa. Cuando la persona vio por la ventana, solo logró ver el ajedrez brillando que parecía flotar, pues ni siquiera se veía la mesa. Aquella persona se espantó y se apartó lo más rápido que pudo.

Para Gabo jugar ajedrez lo era todo; en realidad, ni siquiera sabía por qué lo hacía, solo sentía una necesidad irresistible de mover las piezas una y otra vez. Entonces se le ocurrió algo para ponerle emoción: ponía objetos de su casa en la mesa y, si perdía, los quemaba o tiraba a la calle.

Muchas veces perdió; su oponente parecía alimentarse de cada derrota y tuvo que quemar sus objetos: quemó libros, facturas, cuadros, rompió tazas, destrozó ollas a martillazos. Solo la vez que apostó su cuchillo logró vencer.

Gabo, una noche, escuchó sonar tres campanadas y luego una cuerda deslizándose como si alguien se hubiera colgado, pero aun así mantuvo su mirada en el tablero. Luego se escucharon aullidos de dolor, de una mujer, y también pasos en el techo, como si un gato caminara en un tejado.

A pesar de esto, seguía inmerso en su juego, que parecía eterno, pero aun así estaba fascinado con la perfección de tal juego. Lo único que lo hizo apartar su mirada fue el sonido de una carreta pasando enfrente de su casa. Luego, después de un rato, volvió a pasar, pero cada vez se escuchaba más fuerte y rápido el movimiento de las ruedas y los casquillos de los caballos chocando contra el suelo.

Y entonces escuchó una voz ronca que dijo: —Basta de jugar como niños y juguemos de verdad.

Gabo no supo de dónde venía la voz, y cuando vio al frente, no se sorprendió por lo que se encontraba ante sus ojos; de cierta forma, ya lo esperaba. Era la Muerte, estaba encapuchada con un rostro que no era sino un cráneo humano. En su mano izquierda tenía una especie de globo terráqueo de color gris, que parecía girar lentamente y en su mano derecha, una guadaña que brillaba en la oscuridad.

—Te explicaré: este tablero es muy especial. Fue fabricado por un gran hechicero hace cientos de años con el afán de hacer sufrir a sus rivales, y cada vez que a alguien le llega este tablero no puede negarse a jugar. Aunque no sepa cómo jugar, el tablero encontrará la forma de atrapar al sujeto, y lo demás depende de mí—.

Su voz parecía envolver la habitación mientras jugaba con la guadaña y tomaba un peón blanco con dedos huesudos.

—Cuando alguien comienza a jugar, su alma poco a poco se desprende de este mundo. No te dejes engañar por mi apariencia lúgubre: no soy la Parca. Soy un espíritu encargado de encerrar las almas en el tablero—dijo con un susurro.

Inmediatamente se dibujó el rostro de Gabo en el peón de cristal, y luego lo colocó en el tablero.

—Te propongo una apuesta: si pierdes tres partidas, tú quedarás encerrado en esa pieza y estarás condenado a permanecer en el tablero. Si ganas, siempre tendrás suerte en los juegos de azar.

Gabo aceptó, pero, de no haber hablado con nadie en tanto tiempo, no estaba acostumbrado a hacerlo, así que solo asintió con la cabeza.

El primer partido, el espíritu ganó con un jaque al pastor, sin darle oportunidad de desarrollar sus piezas de mayor valor. El segundo le quitó todas las piezas, dejando solo al rey, haciendo que Gabo se rindiera. Y el último le capturó la dama, el alfil y el caballo, ahogando al rey.

El espíritu tendió su mano huesuda hacia Gabo, y él, antes de tomarla, preguntó: —¿Por qué me has elegido para castigarme?

—Yo no te elegí; fue solo casualidad o tu mala suerte. En todo caso, mi objetivo no es fastidiarte, es tan solo entretenerme.

Y así, Gabo dejó su cuerpo y su alma entró a la pieza de ajedrez, pintando al instante su rostro. Pero el cuerpo de Gabo todavía seguía moviéndose. Caminó hacia la cocina, tomó el cuchillo, abrió la puerta y la dejó de tal manera que parecía cerrada. Luego se sentó enfrente del tablero, volteó la pieza que tenía su rostro y sonrió mientras se clavaba el cuchillo en el estómago. Del cuerpo no salía sangre roja, sino negra, como si estuviera muy coagulada.

Al día siguiente, un vecino entró a la casa al ver la puerta abierta. Como hipnotizado, no le puso atención al libro que aún ardía o a las tazas rotas en el suelo; solo se llevó el tablero de ajedrez y se marchó. Al salir, el caos del interior había desaparecido por completo, como si nunca hubiera existido… y Gabo se había esfumado sin dejar rastro.

Etiquetas: ajedrez, literatura, relato
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