Democracia y autoritarismo
¿Hacia dónde se encamina América Latina?
Nuestra región no ha sido nunca políticamente uniforme, aunque ha atravesado por ciclos más o menos reconocibles donde predominaban civiles o militares, conservadores o liberales, izquierdistas o derechistas. Hoy, para temor justificado de muchos, América Latina vive una ola de autoritarismos que, aunque de muy variada naturaleza, parece renegar de la democracia como forma de gobierno.
Pero democracia y autoritarismo, a pesar de las apariencias, no son realmente polos opuestos. Tenemos en la región dos regímenes autoritarios, de estilo comunista, que han llegado al poder por vía democrática. La victoria de Chávez en 1998, que dio origen a la actual dictadura, fue inobjetable. De allí en adelante hubo fraudes de diversa naturaleza, que sirvieron para afirmar su poder absoluto, pero su régimen ha mantenido siempre una cierta cuota de adhesión. Daniel Ortega, que tuvo que entregar el poder en 1990, volvió por mandato de las urnas en 2006. Otros gobernantes autoritarios, como Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, López Obrador en México y los esposos Kirchner, también tuvieron en su momento un apoyo electoral indiscutible. No se trata entonces de un caso aislado, sino de una tendencia que llevó a los electores a apartarse de los partidos tradicionales y votar por figuras nuevas y diferentes, a inclinarse a favor de la llamada “antipolítica”, que también ha triunfado en Argentina con Milei y en El Salvador con Bukele ¿Por qué está sucediendo esto?
Un dato a tomar en cuenta es que los electorados de muchos países habían oscilado, durante varias décadas, entre los partidos tradicionales que se disputaban el poder, como el PRI y el PAN en México, FMLN y ARENA en El Salvador, AD y COPEI en Venezuela y otras versiones de centro derecha y de centro izquierda en el resto de las naciones. Esto podía entenderse ya, hace algunos años, como un evidente signo de descontento, de un malestar que se fue profundizando a medida que se sucedían los comicios. Hasta que los electorados mostraron su cansancio, su hartazgo, sus deseos de apartarse por completo de la política tradicional y decidieron dar un salto hacia algo que fuese radicalmente diferente.
Para entender por qué se dio esta ruptura debemos preguntarnos qué tenían en común esas versiones, otrora dominantes, a las que han dado la espalda los electores. Y a mi juicio -y lo digo a sabiendas de que mi opinión molestará a muchos- lo que tenían en común tantos partidos era el de ser socialdemócratas. Sí, aunque no lo parezca a primera vista, lo que todos presentaban al electorado eran versiones más o menos explícitas de ese socialismo democrático que tanto éxito ha tenido en Europa y hasta en los Estados Unidos desde la época de Roosevelt.
Nuestros gobiernos, desde hace décadas, pero sobre todo desde 1980, han puesto como prioridad aumentar y mejorar la salud y la educación, así como proteger el ambiente, controlar en alguna medida los mercados, dar subsidios directos o indirectos a los más pobres y asumir una larga lista de actividades que, en el fondo, son de tipo social. Con eso han puesto en un segundo plano la verdadera razón de ser de todo estado, que no es otra que proteger y dar seguridad a los ciudadanos, provocando un aumento de la delincuencia en un marco de estancamiento o leve crecimiento económico, cuando no provocando una catástrofe financiera como la que ha vivido la Argentina.
No se ha tenido en cuenta que, a pesar de los altos impuestos, no está al alcance de nuestras economías proporcionar los servicios que quiere la gente y que prometen los políticos. La corrupción, por supuesto ha agravado los males, aunque no es la causa primera de tanto retroceso: siempre ha habido corrupción, desde tiempos inmemoriales, pero algunos países han crecido aún a pesar de ella. En todo caso el gigantesco y obeso sector público que se ha creado ha sido el caldo de cultivo propicio para el aumento de este mal.
Y solo un último comentario haré antes de terminar estas líneas, para no fatigar al lector. El llamado Estado de bienestar, el Estado nodriza que hoy tienen los países más ricos, es el puente dorado hacia el totalitarismo. Lo demostraron durante la pandemia, cuando cancelaron las libertades más elementales y superaron, sin querer, a Stalin y a Hitler, que nunca se atrevieron a encerrar a la población en sus casas por tiempo indeterminado.
Por eso creo que ese no es el camino, y que tiene razón el ciudadano cuando se opone a un sendero que lleva en definitiva a la inseguridad y la pobreza.
Artículo originalmente publicado en República, reproducido con autorización del autor.