Arévalo y la herencia revolucionaria
Ochenta y un años después, la Revolución de Octubre parece más un símbolo desgastado que un referente histórico. Y el discurso de Bernardo Arévalo continúa aferrado a la retórica del pasado, mientras las deficiencias de su administración siguen golpeando a los guatemaltecos.
Redacción
Bernardo Arévalo cerró la conmemoración del 20 de octubre con un discurso que pretendió evocar el espíritu de la Revolución de 1944, pero en esencia fue un mensaje de tono proselitista que intenta resaltar logros que, en la práctica, siguen sin sentirse.
Acompañado de un concierto sinfónico, el mandatario habló de ideales, justicia y libertad, mientras el país se hunde en una polarización que aquella revolución, en su momento, ayudó a sembrar.
Mientras el mandatario habla de logros, la realidad nacional exhibe un panorama muy distinto: inseguridad en aumento, carreteras colapsadas, una canasta básica que sube sin control, un sistema educativo en crisis y un sector salud estancado, sin mejoras visibles para la población.
El discurso, envuelto en la retórica de la “transformación” y la “esperanza”, contrasta con un país que enfrenta más carencias que avances.
Una celebración en medio de la crisis
Arévalo apeló a la “energía social” y al “amor por quienes vendrán”, sin reconocer que la Revolución de 1944 no fue precisamente un proyecto de unidad, sino el punto de partida de una fractura política y social que aún define a Guatemala.
Aquel movimiento, impulsado por una élite ilustrada y respaldado por sectores urbanos, derivó en violencia, persecución y desconfianza hacia el Estado.
El presidente, heredero directo de esa generación, repite los discursos de un pasado idealizado, ajustado a los intereses de una clase política que se ha reconfigurado, pero que sigue buscando legitimidad en el mito de la revolución democrática.
Su llamado a “asumir el reto de dejar un legado” suena vacío frente a una administración que no logra mostrar avances concretos ni resultados tangibles en los problemas que más afectan al país: la inseguridad, la falta de empleo, el colapso institucional y la desconfianza ciudadana.
Mientras Arévalo insiste en hablar de enemigos “agazapados” y de “autócratas” que amenazan la democracia, el país observa con escepticismo cómo se acumulan los atascos en su propio gobierno, donde la improvisación, la pugna interna y el estancamiento administrativo se han vuelto parte de la rutina.
En lugar de unir a los guatemaltecos en torno a una causa común, el mensaje de Arévalo volvió a dividir a los guatemaltecos entre “revolucionarios” y “enemigos”, prolongando una narrativa que, lejos de reconciliar al país, lo sigue hundiendo en el desencuentro.